Un montón de palabras que a la mayoría nos suena a lo mismo y que sin embargo tienen, todas y cada una, su significado muy preciso y diferenciado del de las demás. Así que si hace unos días veíamos todo lo relativo a la primera, “semita” (), después todo lo referido a la segunda, “hebreo” (), y después todo lo relacionado con la tercera, “israelita” (), vamos hoy a ver todo lo que concierne a la cuarta, “judío”.
 
            El gran patriarca de los judíos, Jacob, va a tener doce hijos, como nos explica el libro del Génesis:
  

           “
Los hijos de Jacob fueron doce. Hijos de Lía: el primogénito de Jacob, Rubén; después Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón. Hijos de Raquel: José y Benjamín. Hijos de Bilhá, la esclava de Raquel: Dan y Neftalí. Hijos de Zilpá, la esclava de Lía: Gad y Aser. Éstos fueron los hijos de Jacob, que le nacieron en Padán Aram”. (Gn. 35, 22-26)
 
            Después de emigrar a Egipto, cuando gracias a Moisés los israelitas son guiados por Dios a la Tierra Prometida en Canáan, su territorio se lo reparten entre las Doce Tribus, haciendo de él once pedazos, y repartiéndose la duodécima tribu, la de los levitas, elegidos por Dios para el sacerdocio, en el territorio de las otras once.
  

           A la muerte del Rey Salomón, estos once territorios se ven divididos en dos grandes unidades: el Reino de Israel al norte, en el que moran la mayoría de los miembros de diez de las doce tribus y donde reina Jeroboam, un funcionario de la corte de Salomón; y el Reino de Judea al sur, que ocupan principalmente los descendientes de Judá, donde reina Roboam (930-913 a.C.), hijo y heredero de Salomón, que recibe de su padre el reino completo pero pierde la parte septentrional ante el Jeroboam arriba citado. Pues bien, es desde este momento que, con toda propiedad, se puede hablar de “judíos”, es decir, aquéllos descendientes de Abraham y de Jacob pertenecientes a la tribu de Judá, que forman su propio reino “judío”, sobre el territorio no por casualidad llamado de Judea.
 
            Sobrevienen los tiempos de la idolatría y de los sonoros discursos proféticos que anuncian el desastre. Y el desastre no se hace esperar. En el año 733 a.C., los asirios someten el reino del norte, Israel, y deportan y esclavizan a todos sus habitantes, colonizando sus territorios.
 
            El destino de Judea, no por más tardío, va a ser muy diferente: el bíblico Nabucodonosor II (604-562 a.C.), rey de los caldeos, sucesores a todos los efectos de los asirios, conquista Judea y devasta su capital Jerusalén, reduciendo el Templo de Salomón a cenizas. Algunos de sus habitantes son deportados a Babilonia, es decir a la tierra del gran Patriarca Abraham; unos pocos huyen a Egipto, iniciando la primera de las muchas diásporas (del griego, diasporas=dispersión) que en adelante tan familiares les serán a los judíos; y un tercer grupo permanece en el país.
 
            En Babilonia, los que ya conocemos con toda propiedad como “judíos” procedentes del reino de Judá o Judea, como se la conoce en tiempos de Jesús, en su gran mayoría de la tribu de Judá lo que no quita para que también convivieran en él algunos miembros de otras tribus, al igual de lo que ya hicieran antes en Egipto, lejos de desaparecer, en un proceso admirable que convierte al pueblo hebreo en un caso singular en la historia, se afianzan como nación, y perfeccionan su religión en las primeras sinagogas que, ante la desaparición del Templo, se construyen. Los judíos que menos tiempo permanecen en Babilonia lo harán cincuenta años, esto es, dos generaciones; y los que más, por encima de los cien años, esto es, cuatro generaciones.
 
            La caída del reino babilonio en 538 a.C. ante el empuje de los persas, hace que los judíos consigan del rey Ciro de Persia el permiso para volver a la tierra originaria. Bajo el mando de Sesbassar, una primera oleada de judíos inicia el camino de vuelta a casa. Bajo el de Zorobabel, se levanta de nuevo el Templo, hecho con el que se inicia lo que se llamar el “Período del Segundo Templo”. Y surge, como tantas otras veces, el hombre providencial: se trata esta vez de Esdrás (s. V a.C.), que regresa de Babilonia con la segunda oleada de exiliados en 428 a.C., recompone la Alianza de Dios con su pueblo, crea el Sanhedrín o consejo supremo, y proclama la Torah o Ley de Dios como ley fundamental de los judíos, cosa que ocurre probablemente en 398 a.C., siendo rey de Persia Artajerjes II.

            Con todos estos antecedentes, si ya vimos que “semitas” serían los descendientes de Sem y el término se reserva para la gran raza que engloba a todos los pueblos del Oriente Medio, árabes incluídos, aunque “antisemitismo” sólo se refiera a la fobia contra los judíos; si “hebreos” serían los descendientes de Heber y el término se reserva para la lengua que hablan los judíos; si “israelitas” son los descendientes de Jacob (o Israel) y el término se refiere a la nacionalidad... pues bien, “judíos” son los descendientes de Judá, y el término se reserva hoy día a la raza específica (judía, valga la redundancia), al pueblo y a la religión que dicho pueblo profesa, siendo de todos los términos que estamos analizando, el que más característicamente se refiere a la realidad en la que a todos nos hace pensar. Y ello aún a pesar de que no todos los judíos, aunque sí la mayoría, pertenezcan a la tribu de Judá.
 
  
            ©L.A.
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