“No son los que están sanos los que tienen necesidad de médico, sino los que están enfermos” (Mt 9,12). Enseña al médico tu herida de manera que puedas ser curado. Aunque tú no se la enseñes, Él la conoce, pero exige de ti que le hagas oír tu voz. Limpia tus llagas con tus lágrimas. Es así como esta mujer de la que habla el evangelio se quitó de encima su pecado y el mal olor de su extravío; es así como se ha purificado de su falta, lavando con sus lágrimas los pies de Jesús.
 

¡Resérvame para mí también, oh Jesús, el poder lavar tus pies, esos que has ensuciado mientras caminabas conmigo!... Pero ¿dónde encontraré el agua viva con la que podré lavar tus pies? Si no tengo agua, tengo mis lágrimas. ¡Haz que, lavándote los pies con ellas, yo mismo me purifique! 

No puedo comparar a esta mujer con cualquiera otra, ya que, con justa razón, fue preferida al fariseo Simón que recibía al Señor a comer. Sin embargo, ella enseña, a todos los que quieren merecer el perdón, que es besando los pies de Cristo y lavándolos con sus lágrimas, enjugándolos con sus cabellos, y ungiéndolos con perfume, la manera de obtenerlo... Si no podemos igualarla, el Señor Jesús sabe venir en ayuda de los débiles. Allí donde nadie sabe preparar una comida, llevar un perfume, traer consigo una fuente de agua viva (Jn 4,10), viene Él mismo. (San Ambrosio de Milán. La Penitencia, II, 8) 

El Evangelio de hoy domingo y este breve comentario de San Ambrosio de Milán, nos ayudan a darnos cuenta del valor del arrepentimiento y el tesoro del perdón de Dios. Tesoro que es también vínculo de amor. 

La diferencia entre Simón el fariseo y la Pecadora, es que Simón no es capaz de amar al Señor con la profundidad de la Pecadora ¿Por qué? Porque se cree capaz de salvarse por si mismo, cumpliendo la ley. Simón no es capaz de  ofrecerle al Señor aquello que la Pecadora no duda en darle: el amor de un corazón sufriente que está arrepentido y busca el perdón. 

Simón es la viva imagen del pelagianismo que vive a veces agazapado dentro de la Iglesia, tal como el Papa Francisco y Benedicto XVI han indicado en varias ocasiones. Creer que nuestros esfuerzos, gestos y normas son los que nos salvan es, por desgracia, demasiado común. Esta forma de entender la fe no es más que pensamiento mágico que se camufla dentro de la religión. El que cree en la magia piensa que sus actos, ritos y costumbres tienen el poder de transformarlo todo, incluso son capaces de conseguir que  los dioses hagan nuestra voluntad. El pensamiento religioso es justo al contrario, es Dios el que nos transforma a nosotros y la Voluntad de Dios no puede ser reconducida o condicionada. 

Nuestra forma de vivir es consecuencia de la conversión y del don de Dios, no al contrario. Por mucho que imitemos ser santos, no lo seremos por “magia imitativa”. Quien ha recibido de Dios el don de la santidad, cumple la Voluntad de Dios por propia naturaleza. Por eso es humilde y misericordioso con quien necesita la conversión del Señor. “Si comprendierais lo que significa «quiero misericordia y no sacrificio», no condenaríais a los que no tienen culpa.” (Mt 12,7) Cristo quiere que los sacrificios que hagamos en nosotros no sean un impedimento para que tengamos misericordia con los demás. 

Simón es capaz de ofrecerle al Señor una buena comida, respeto y hasta buena conversación. Es capaz de ofrecerle admiración por su sabiduría y reverencia por su condición de Rabí. Pero ¿Puede ofrecerle un amor comparable con el que nace del corazón arrepentido de la Pecadora? El fariseísmo no es algo del pasado, sino que está presente en el día a día de la Iglesia y nosotros mismos somos fariseos con demasiada frecuencia. 

Las normas pueden ser de muchos tipos. A veces la regla que no dudamos en anteponer a la misericordia es “no seguir normas” y hacer lo que le da la gana por los motivos que sean. Miramos, a los que nos rodean y no podemos dejar de juzgar como “cumplen” con las formas, preceptos y convenciones y si no se ajustan a lo que nosotros estimamos adecuado, no dudamos en creernos más dignos  y superiores a ellos. 

Pero ¿Cómo sentir arrepentimiento cuando, precisamente, lo que sentimos es orgullo por nuestra actitud? San Ambrosio se hace una pregunta que tiene mucho que ver ¿Qué pasa si no somos capaces de llorar nuestras culpas y pecados? ¿Qué sucede si no encontramos la forma de pedir perdón con todas nuestras fuerzas? Precisamente, nuestra mayor debilidad es la incapacidad de aceptar que somos débiles. 

Debemos se conscientes que somos débiles y que necesitamos de la ayuda del Señor. Miremos a la Pecadora y pensemos si somos capaces de sentir y actuar como ella, “si no podemos igualarla, el Señor Jesús sabe venir en ayuda de los débiles. Allí donde nadie sabe preparar una comida, llevar un perfume, traer consigo una fuente de agua viva (Jn 4,10), viene Él mismo.En nuestra incapacidad para sentir el remordimiento y pesar, sólo podemos abrir humildemente nuestro corazón al Señor. Que sea El quien entre en nosotros y nos transforme para ser capaces de amarle como la Pecadora. Porque eso marcó la diferencia entre ella y Simón: la capacidad de amar de quien sabe que no es merecedor del regalo del perdón.