La realidad es clara. Solamente sobrevivirán las órdenes y las congregaciones religiosas que no caigan en la tentación de sustituir al Evangelio, con el activismo. El centro de la fe no es la sociología, sino la palabra de Dios. Quien se olvida de la oración, de la contemplación, cae en las palabras y en los gestos vacíos.

Tenerle alergia a la capilla, al rosario, al oficio divino, a la liturgia, a la espiritualidad, a la mística, al magisterio, al hábito, etcétera, trae como consecuencia que cada vez menos jóvenes se acerquen a tocar las puertas y solicitar su ingreso a la vida religiosa. ¿Por qué? Simple y sencillamente, por el hecho de que nadie en su sano juicio se consagraría a un programa social antes que a Dios. La sociología es positiva en tanto ayuda a comprender el contexto en el que viven los destinatarios de la misión. El problema surge cuando se les hace más caso a los sociólogos que al Evangelio explicado por el magisterio eclesial.

Se debe estar abierto al signo de los tiempos y, desde ahí, conservar el significado y sentido de la vida religiosa; sin embargo, todavía pesa la influencia de muchos(as) religiosos(as) trasnochados, que hacen de la profecía un pretexto para hacer lo que se les da la gana, olvidando que forman parte de la Iglesia. Es urgente dar paso a la fidelidad creativa. Lo anterior, con el objetivo de mantener el equilibrio entre la necesaria renovación de las formas y la custodia del fondo, del Evangelio.