¿Puede haber algo más molesto que encontrarse con una persona obsesionada con la religión al punto de perder cualquier rasgo de naturalidad en el trato? Sin duda alguna, la fe implica normalidad y sencillez. Exagerar los gestos y las palabras -so pretexto de sentirse mejores que los demás- no tiene nada que ver con el Evangelio. Muchos -al poner un pie en la Iglesia- parece que se unen a una obra de teatro. Lejos de ser ellos mismos, actúan, fingen, asumiendo un lenguaje puritano, vacío, incapaz de transmitir la verdad que Jesús nos ha dado a conocer. Creen saberlo todo, mirando con severidad a los que son más sencillos al vivir su fe, aquellos que no necesitan andar gritando: “¡hermano esto, hermano lo otro!”, sino que demuestran su amor a Jesús con obras concretas.

Nos corresponde vivir la fe con naturalidad. ¡No hay que ser pesados!, sino hombres y mujeres identificados con Cristo, quien no fue un fanático religioso. Lo que atraía de Jesús era la sinceridad con la que les hablaba, la humanidad en el trato. No me lo imagino haciendo dinámicas -largas y aburridas- con la guitarra, sino muy cerca de todos, empleando un lenguaje accesible, lejano de cualquier actitud cursi o meramente sentimentalista. Los sentimientos cuentan, pero no es posible que nos volvamos discos rayados.

 Si algún día nos toca dar un recado al final de la Misa –lejos de fingir la voz para oírnos más tiernos o piadosos- hagámoslo normalmente. La Iglesia y el mundo, necesitan hechos y no ridiculeces. Por lo tanto, hablemos, juguemos, cantemos, discutamos, oremos, riámonos, etcétera, pero siempre con naturalidad y sencillez.