Beato John Henry Newman (IV)

Confiaré en Dios

Después de una larga aventura en la Iglesia Anglicana, y habiéndose constituido en la personalidad más relevante de la misma, Newman dio el salto a la fe católica, y emprendió un viaje minado de problemas y pruebas, en cuyo centro, nuevamente, estaba el deseo y la búsqueda de la verdad.

En exhibición

Una larga vida esperaba a Newman después de su salto a la fe católica. Apenas había vivido la mitad de su vida, los primeros 45 años. Le restaban otros 45 largos y difíciles años. De alguna manera debía comenzar todo otra vez. En los primeros años de su conversión, se sintió como atrapado por la Iglesia que lo había admitido y ahora lo exhibía como una rara y refinada pieza de cacería. Los diarios atacaban duramente al ex anglicano caído en las garras del papismo, el popular líder de la renovación de la Iglesia Anglicana que se pasó al bando del enemigo.

Por su parte, debió recibir una catequesis que resultó infantil y humillante para un hombre de su sabiduría, talento y brillantez teológica. Pero todo lo atravesó con la máxima humildad. También debía ser mostrado en Roma, donde incluso fue recibido por el Papa. Allí realizó estudios, y se decidió a pertenecer al Oratorio de Felipe Neri, y trasplantarlo a Inglaterra. Le gustó desde un comienzo el tipo de estructura fundada por el santo italiano, más flexible y libre, acomodada a su propio talante. No se trataba de una congregación, se admitía la fraternidad con hermanos legos, admitía la convivencia de personas con distintos intereses…

Sin embargo, el camino en el Oratorio fundado por él no habría de carecer de espinas. Se iban sucediendo las frustraciones, unas tras otras, y le parecía que nada le salía bien y que sus esfuerzos parecían inútiles. Innumerables problemas entre las dos comunidades del Oratorio –una en Birmingham (la de Newman), la otra en Londres- lo degastaban: problemas económicos, rivalidades, suspicacias… En todo debía estar presente. Algunos esperaban que tuviese un papel más directivo, pero Newman no estaba hecho para eso, y gustaba delegar la confianza en los demás, amaba la libertad, el diálogo y el entendimiento. Por otra parte, debía aprender su nueva vida en una Iglesia que no conocía, y que, ya desde el principio, le deparó muchas sorpresas.

No obstante, la tarea pastoral deparó muchas alegrías a la comunidad del oratorio, que debió moverse en barrios empobrecidos y marginales frutos de la revolución industrial, con su consabida explotación de niños, de carga horaria de trabajo y de penosas injusticias. Mucha gente lo tenía por santo. “No tengo ninguna inclinación a ser un santo, es triste reconocerlo. Los santos no son hombres de letras, no les encantan los clásicos, no escriben novelas.” Ciertamente, Newman no sólo era un gran lector de novelas sino que escribió dos, y cultivaba la poesía, y tocaba el violín…

El juicio

Las inquietudes y desasosiegos se multiplicaron en aquellos años que se extendieron en la década de 1850 y primeros años de la siguiente. Newman se vio involucrado en un juicio al ser demandado en la justicia por un ex sacerdote, devenido en evangélico al huir de la Iglesia debido a fechorías sexuales, todo lo cual había sido puesto en evidencia por John Henry en una de sus conferencias. El juicio, que se extendió a lo largo de varios años, tuvo lugar en un período de fuerte anti catolicísimo, y el juez actuó con evidente parcialidad, haciendo a un lado las pruebas que el demandado presentaba. Hay que decir que la Iglesia fue omisa en su apoyo, y Newman quedó solo para procurarse la defensa y la consecución de pruebas y permaneció a merced del atropello. El día de la sentencia, debió escuchar, de pie, una larga y degradante reprimenda moral de parte del juez, el cual le impuso el pago de una importante multa. Pero Newman se retiró entre hurras de irlandeses que lo vivaban.

Los problemas se sucedían. Los obispos confiaban a Newman importantes responsabilidades, como la fundación de una universidad católica en Irlanda, o la traducción de la biblia, o la erección de un centro católico en pleno Oxford, pero todas estas solicitudes se veían envueltas en verdaderas trampas y desconfianzas. John Henry comenzó a advertir que aquellos que le encomendaban responsabilidades se las arreglaban luego para que no las pudiese llevar a término. La jerarquía recelaba de él, dudaba de su ortodoxia y lealtad, y le atemorizaba su amplitud de miras y criterio tan personal, su apertura a los laicos, su determinación para confiar en ellos, su apertura al diálogo, en fin, su falta de miedo. La misma impresión se tenía de él en Roma.

¿Por qué?

En esta época, en que el papado había perdido los Estados Pontificios exceptuando la ciudad de Roma, se esperaba que la pluma de Newman saliera en apoyo del poder temporal del papa. Hasta corría el rumor de que había colaborado con 50 libras a la causa de Garibaldi. “Soy tibio en este punto, porque pienso que deberían empeñarse en confiar más en la razón, que es defensa más segura que la espada, sobre todo si se diera el caso de que esta última dejase de estar de su parte”, de parte de la Iglesia.

Hacia el año 60, John Henry comenzó a buscar respuestas: ¿por qué le había acompañado el éxito entre los anglicanos y el fracaso entre los católicos? “Dios mío, ¿cuándo aprenderé que estoy tan abandonado del mundo que, aunque quisiera hacer amistad con él, él no querrá tratos conmigo?”, escribe entre sus notas. “No tengo ningún amigo en Roma. He trabajado en Inglaterra, donde han tergiversado mis actitudes, me han desacreditado y despreciado. He trabajado en Irlanda, siempre con la puerta cerrada delante de mí. […] Mientras le tengo a él [el Señor], que mora en la Iglesia, los distintos miembros de ésta, mis superiores, aunque pueden exigirme obediencia, no tienen derecho a exigirme admiración, ni tampoco me ofrecen nada que pueda infundirme confianza interior”.

Por ese entonces escribió estos versos:

Confiaré en Dios.

Pase lo que pase, nunca me hundirán.

Si sufro malestares,

mi enfermedad puede servirle.

En tiempos de confusión,

mi perplejidad puede servirle.

Nunca son vanos sus designios.

Puede quitarme los amigos.

Puede colocarme entre extraños.

Puede hacerme sentir desolado,

hacer que mis esperanzas se hundan.

Puede esconder mi futuro y, aun así,

sabe perfectamente lo que hace.

Vuelto a la vida

Un inesperado infundio público  condujo a Newman a escribir apresuradamente y publicar en ese 1864 la “Apología pro vita sua” (“En defensa de su vida”), que le devolvió el favor y el aprecio y constituyó un éxito resonante de ventas y popularidad entre todas las edades y gentes, y puso nuevamente a Newman en el candelero internacional.

Todo el mundo leía la “Apología”, que apareció justo a tiempo para rescatarlo del peso de lo que él sentía como si fuera la piedra de Sísifo, una enorme carga de la que no podía deshacerse. El cariño, respeto y admiración ya lo acompañarían hasta su muerte.

El dogma de la infalibilidad del papa

Newman fue invitado a participar como teólogo en el Concilio Vaticano I (1869-1879) convocado por el papa Pío IX, pero se rehusó a asistir, aduciendo problemas de salud. En realidad, comenzaba a desistir de los viajes fuera de Inglaterra, y por otra parte, se le hacía cuesta arriba imaginarse a sí mismo en el seno de grandes reuniones. “Nunca he tenido éxito en comisiones y juntas directivas. En ellas siempre me sentí desplazado y mis palabras parecían poco reales…”

La rápida declaración del dogma de la infalibilidad papal causó gran conmoción en el ambiente, particularmente porque las personas comunes y corrientes no podían entender el alcance de la misma, ni la adecuada interpretación de su lenguaje. Despertaba apasionamientos y discusiones destempladas, aireadas en los periódicos de difusión masiva, que atribuían a la declaración sentidos arbitrarios,  caprichosos y desmedidos que lastimaban y atemorizaban la sensibilidad del pueblo fiel.

“Todos los ojos están vueltos hacia usted”

La confusión, que se extendía ampliamente, requería de una intervención que arrojara luz sobre todo el asunto, intervención que todos esperaban, una vez más, que proviniera de Newman, quien, por su parte, no encontraba el momento oportuno para hacerlo, debido a la difícil situación en medio de tantos acaloramientos y fanatismos. “Nunca había contado con ver tal escándalo en la Iglesia”, escribió a un amigo. Distintos obispos, los dominicos, los jesuitas, personalidades, creyentes de a pie, todos le imploraban que saliera de su silencio y pusiera luz en la cuestión. “Todos los ojos están vueltos hacia usted”, le decían en una de las cartas.

Pero fueron las palabras del ex primer ministro Gladstone, y su exitosa repercusión en los medios de prensa, lo que decidió finalmente a Newman a manifestarse por medio de una carta, que permitió por una parte revertir el clima adverso y permitir al gran público comprender en su justo punto la posición católica expresada en la declaración del dogma, y por otra, aliviar a muchos católicos de la sensación agobiante que habían experimentado en todo este tiempo.

“Se ha difundido estos últimos años una tendencia dura e intolerante, que menosprecia y de hecho pisotea a los pequeños seguidores de Cristo”, decía Newman en la carta, refiriéndose precisamente a aquellos prelados y teólogos que invocando el dogma recién declarado, lo manipulaban de tal modo que pareciera que quisieran apagar la libertad al interior de la Iglesia. Newman, en su carta, enfrentaba simultáneamente esos dos enemigos de la verdad, tan preciada para él: los de fuera que ridiculizaban a la Iglesia, y los de dentro, que actuaban como tiranos.

Después del largo papado de Pío IX, fue electo en la sede de Pedro el papa León XIII, quien mostró el nuevo rumbo de la Iglesia creando como primer cardenal a John Henry Newman, en reconocimiento de su pensamiento, labor y coraje intelectual. Ni el mismo Newman se lo podía creer: “La nube que me cubría se ha despejado para siempre”, dijo. Anglicanos y católicos, todos se alegraron al ver como este notable compatriota, que había nacido con el siglo, era elevado al cardenalato. Cuando le tocó morir en 1890, Newman había previsto la frase para su lápida: “Desde las sombras y las apariencias, hacia la verdad”.

FRASES

 

“Desde luego, ir cavilando interiormente sobre los agravios no es paciencia; pero recordarlos con la mira puesta en el futuro es prudencia”.


“Hemos de ser pacientes, por dos razones: la primera, para llegar a la verdad; y la segunda, para que los demás puedan ir junto con nosotros.”