“Soy un veterano de guerra. Me destinaron a esta maldita tierra palestina hace ya cuatro años, vine con el glorioso Poncio, y aquí ascendí a decurión, pobre resultado de una larga y entregada carrera al servicio del Imperio y del Emperador. Las heridas de guerra jalonan mi cuerpo y mil espadas lo han atravesado por todos sus costados, pero aún no ha nacido el que me la hinque en el corazón.
 
            No he participado en su conquista, ¿cómo iba a hacerlo, si se produjo cincuenta años antes de que yo naciera? Aquí todos hablan del glorioso Pompeyo, conquistador de Siria y Palestina, y único romano hasta la fecha que ha puesto el pie en el sancta sanctorum de este Templo de locos que convierte a estos excéntricos en el pueblo más ingobernable de la tierra. Tampoco participé en la represión de las rebeliones que surgieron por doquier cuando se murió hace ya treinta y cuatro años aquel tirano esquizofrénico y sanguinario llamado Herodes, al que muchos aquí conocen como el Grande. ¿Cómo iba a haberlo hecho? Apenas tenía seis años.

 
            Pero sí he tenido que jugarme el tipo con este pueblo de lunáticos en más de una ocasión, y a ellos debo la herida que más cerca estuvo de llevarme el corazón. Nunca olvidaré la llegada del procurador, el glorioso Poncio. ¡A quien se le ocurre! Entrar en la ciudad con el estandarte del Emperador y plantarlo a las puertas del Templo. ¿Se puede imaginar alguien la que se armó? Hasta las mujeres se lanzaban contra nosotros y a dos tuve que ensartar yo mismo con mi espada: las contamos a cientos entre las bajas. Los viejos nos recibían a pedradas, y los jóvenes, mucho más organizados de lo que nadie pueda imaginar, nos atacaban por doquier con espadas cortas que aparecían de sabe Zeus dónde. Que por más que les requisamos una y mil, cada vez que nos las vemos con ellos aparecen otras mil.
 
            La Pascua del año 17 del divino Emperador, Zeus le dé larga vida... esa sí que fue dura. La Pascua es la fiesta más sagrada de estos lunáticos, tanto que si de continuo andan esquizoides, en estas fechas se vuelven aún más. No la olvidaré jamás: la peor de cuantas he pasado aquí, y llevo ya unas cuantas. Sabíamos que algo se cocía: se palpaba en el ambiente. El glorioso Poncio, rompiendo una norma sagrada de nuestros procuradores, decidió trasladarse desde Cesarea donde reside la prefectura, a la maldita ciudad de Jerusalén en la que sirvo desde que vine a esta tierra, y pasar aquí los días previos y los posteriores. El pueblo estaba inquieto. Se hablaba de un nuevo rey que quería coronarse. Tenía sus partidarios, y también muchos detractores: Éstos no se unen ni para elegir un jefe.
 
            Nosotros teníamos cumplida información: se llamaba Jeoshua, Jeoshua bar Joseph, Jesús el hijo de José, según se dice en nuestro idioma. Aunque muchos le llamaban el Hijo de Dios, y contaban extrañas cosas sobre su padre que nunca he conseguido entender. Nuestros espías le seguían desde el mismo día en que abandonara con cuatro amigos su ciudad natal de Nazaret. Debo aclarar que sus seguidores decían que había nacido en Belén, algo a lo que daban mucha importancia, aunque yo nunca he sabido porqué. Parece que allí nació también un rey legendario de ellos que reinó hace ya mil años. Hay que ser lunático como son estos judíos para estar todo el día añorando a un rey que reinó hace mil años, ¿quién reinaba en Roma entonces?

            Sinceramente, nos parecía inofensivo el tal Jeoshua, y la verdad, en los tres años que le estuvimos siguiendo, jamás le oímos soliviantar a nadie contra nadie: sólo un extraño mensaje de un Dios padre que amaba a sus hijos y no hacía la guerra; sólo palabras de bienaventuranza y amor universal, que cada uno entendía a su parecer y conveniencia. Para unos era un loco, para otros traería la liberación, para unos terceros la salvación. Una vez, hasta quisieron hacerlo rey y el hombre se quitó de enmedio. ¿Les digo algo? Al glorioso Poncio le caía bien, pero siempre decía: “Este pobre hombre acabará mal”.
 
            Y así fue. ¡Un lince nuestro glorioso Poncio! Nadie ha entendido a este pueblo como Poncio. Cinco días antes de la Pascua, llegó Jesús a Jerusalén. El mismo día que el glorioso Poncio. Uno por una puerta, el otro por la otra. Los seguidores de Jesús lo recibieron entre cánticos e himnos. Muchos querían proclamarlo rey. El seguía negándose, mientras decía a todo el que quería oírlo que su reino no era de este mundo. Los notables de Jerusalén, sin embargo, se mostraban preocupados. Le tenían miedo aunque nunca he entendido muy bien porqué. Permaneció cuatro días en la ciudad, y cada uno era más tenso que el anterior. Al tercero irrumpió en el Templo sagrado de estos locos y organizó un tumulto tal, que tuvimos que traspasar sus murallas y reponer el orden llevándonos por delante a más de cinco y más de diez. Nada nuevo por otra parte. Cada semana se reunían doce o quince sabios locos en la sinagoga del Templo y rara era la ocasión en que no teníamos que mandar una decuria, que más de una vez dirigí yo mismo, a separarlos, porque se mataban a trompazos discutiendo cosas ¡fíjense Vds.! como si es lícito matar no sé en qué día de la semana a un mosquito o no se debe hacer. Esta vez, sin embargo, el tumulto no lo montaron doce o quince sabios locos, sino que fue realmente importante.
 
            Repusimos pues el orden. Pero se hizo una calma tensa que barruntaba lo peor. Y al cuarto día por la noche estalló la ira. Había silencio, pero era un silencio tenso: quienes llevamos años en esto sabemos diferenciar el silencio de la paz del silencio de la guerra. Poncio había dado instrucciones de que nadie durmiera. Sabía lo que iba a suceder. Y de repente, saltó. Hasta la Torre Antonia en la que reside nuestra guarnición llegaba el ruido. Primero un rumor lejano, luego un batir de palos, luego el escándalo de los peores momentos de la ciudad. ¿Pero esta gente no duerme? ¿Será él? Nos preguntábamos. ¿Lo habrán arrestado ya? Salimos en orden de combate. Ocupamos los puntos principales de la ciudad, los que ocupábamos cada vez que las cosas se ponían feas. Escolta especial para el maldito Templo.
 
            Efectivamente: lo habían arrestado. Arrastrado con cuerdas por el cuello y con las manos igualmente atadas, atravesaron la muralla del Templo, adonde preferimos no entrar. Nuestros espías habían detectado que los principales de la ciudad estaban dentro. Lo iban a juzgar, qué duda cabe. Estábamos atentos. No podían ejecutarlo, el divino Tiberio les había impedido hace ya unos años sentenciar a muerte. ¡Como si estos salvajes necesitaran de una sentencia para liquidar a alguien! Sólo hace ocho meses, el propio Jesús había salvado a una pobre desgraciada de ser salvajemente apedreada por el delito, ¡fíjense Vds.!, de haber pasado un rato con un hombre que no era su marido. Si hubiera que matar a todas las que lo hacen en Roma... ¡ni la Emperatriz se salvaba!
 
            Al poco rato, abandonaban el Templo. Jesús salía una vez más maniatado, con síntomas claros de haber sido ya muy maltratado y un ojo amoratado. Lo llevaron a la Torre Antonia. Reclamaban a gritos que saliera Poncio, el glorioso Poncio. Me consta que no quería. Al final lo hizo. Escolta de ocasión para el procurador. Toda la guarnición atenta. Muy posiblemente, habría que disolver aquella manifestación que no hacía otra cosa que crecer y crecer. Teníamos instrucciones de aguantar hasta el final, pero la ciudad estaba tomada. Una orden y entrábamos a saco. El griterío era colosal, tanto que nos era imposible escuchar lo que pasaba arriba, en el Enlosado, donde se hallaba Poncio y con él el encausado. Sólo sabíamos que el populacho se impacientaba cada vez más. Habían empezado a gritar: “¡Crucifixión, crucifixión!” ¿Se dan Vds. cuenta? Estos salvajes pidiendo a gritos que crucificaran a un compatriota... ¡¡¡y que lo hiciéramos nosotros!!!
 
            Vi al glorioso Poncio compungido. Primero les ofreció el indulto para el reo, ¡a quien se le ocurre, ofrecer un indulto a un pobre hombre al que todos quieren crucificar! No sé como enredaron estos malditos al glorioso Poncio que en su lugar acabó soltando a un Barrabás al que llevábamos tiempo buscando y al que habíamos detenido un día antes, el cual no habíamos crucificado todavía para no echar más leña al fuego. No se conformó y siguió negociando. Se diría que hasta llegó a una solución de compromiso. Lo haría azotar y después lo indultaría. Le dije a mis muchachos: “¡Chicos, esto no va a servir para nada”. La situación era cada vez más tensa. No hubo de pasar mucho rato sin que saliera. ¡Lo habían masacrado! ¡Estaba destrozado! Ese hombre no viviría muchas horas ni aun cuando no lo crucificáramos. Ví la mano del verdugo, un salvaje medio loco de las tierras germánicas capaz de matar a un hombre con los puños, como ya lo ha hecho alguna vez, por cierto. Además, le habían puesto un gorro en la cabeza hecho de azufaifo, un arbusto espinoso del país cuyas espinas, de un dedo de largo, se le clavaban en el cráneo haciéndole sangrar a chorros. Luego supe que se la habían puesto a modo de corona para burlarse de él, a quien todos menos él mismo, querían proclamar rey sólo unos días antes. Y hasta he sabido de quien fue la idea, un carnicero repugnante que un día pagará por lo que hizo.
 
            Pero la turba no se dio por satisfecha: “¡Crucifícale!” decían “¡Crucifícale!” De repente, de lo lejos se oyó una voz: “¡Si no lo crucificas no eres amigo del César!” Vi al glorioso Poncio sudar como no le había visto nunca antes. Le vi bacilar, le vi dudar. Y al final lo entregó, dando inmediatamente la espalda al populacho, entrando en Palacio y cerrando la puerta tras de sí.
 
            Me hice cargo del reo. Yo y mis diez hombres. El griterío continuaba, pero la situación se había tranquilizado. Al fin y al cabo, ya tenían aquellos salvajes lo que querían. Esperamos a que amaneciera y entonces le cargamos con la cruz, aunque el hombre no podía con ella y se caía a cada paso. Di instrucciones a mis hombres de no cebarse con el reo, y permití que un paisano que pasaba por ahí, algo menos descerebrado que el resto de sus compatriotas, la llevara hasta el monte en el que íbamos a colgarlo. Con todo, el camino se hizo largo y pesado. El reo avanzaba a duras penas, y la muchedumbre nos impedía el paso, que había que abrir a golpes. Muchas mujeres se acercaban al reo, intentando apaciguar su condena. A la vuelta de una esquina se encontró con una que me pareció especial. Supe que era su madre. Permití el encuentro entre madre e hijo, y di instrucciones de no molestar ni al uno ni a la otra.
 
            Llegamos por fin al Gólgota, que así llaman estos locos al monte en el que realizamos las ejecuciones, y allí dispuse todo para su crucifixión, tal como la habían pedido sus compatriotas.
 
            “¿Va atado o va clavado?” me preguntó el verdugo. Dudé que hacer: no tenía instrucciones precisas. Mi primera intención fue atarlo, como si por ello la pena fuera a ser menos cruel: en todo caso duraría algo más, a la larga mayor sufrimiento. Además, consideré una cosa no poco importante, y es que se nos echaba encima la pascua, la fiesta de esos locos, y si este hombre estaba vivo para cuando se iniciara, la cosa aún podía ponerse peor. “Clávalo”, le dije, “terminaremos antes”. “Clava a los tres”, añadí. Pues no he dicho aún que con ocasión de la crucifixión de Jesús, aprovechamos para crucificar con él a los otros dos que habíamos detenido el día anterior, los compañeros del que Poncio había soltado unos minutos antes, el afortunado Barrabás.

            Repartí entre mis soldados las ropas de los penados. No quise participar en el reparto, y eso que siempre que había dirigido una ejecución, lo había hecho. Me fijé en la túnica del tal Jesús. Era de muy buena calidad, de una sola pieza, no era frecuente verlas por aquellos lares: ¿a quién habíamos crucificado? Tuve la tentación de quedármela: al fin y al cabo, era el jefe de la decuria y nadie me lo habría podido negar. Pero al final, y como he dicho, preferí no participar en el reparto. Algo me decía que no debía hacerlo.
 

           Así las cosas, decidí aligerar el aquelarre. ¡Bastante habían sufrido ya aquellos desgraciados! Y di la orden de rigor: “¡Descoyuntadles las piernas!” Habitualmente terminábamos así las crucifixiones. Y es que al quebrarles las piernas y carecer los pobres desgraciados de un punto de apoyo con el que sostener sus desvalidos cuerpos, la asfixia les sobrevenía, y el final de sus vidas era cuestión de pocos minutos. Había entre nosotros verdaderos especialistas en el tema, capaces de quebrar las piernas a un hombre colgado, de un simple y certero golpe de mazo. Di instrucciones de empezar por los dos reos que acompañaban al tal Jesús, a los cuales vimos retorcerse de dolor y realizar las más horribles convulsiones antes de exhalar el último aliento, lo que, sin embargo, sobrevenía con rapidez. Y cuando el soldado iba a quebrárselas también a Jesús, le di instrucciones de detenerse.
 
            Miré a una de las muchas mujeres que se apilaban frente al condenado: la reconocí. Era la madre, aquélla a la que nos habíamos encontrado en el camino. Me apiadé de ella. Me dirigí hacia el hijo. Levantándole la cabeza por el cabello acerqué el oído hacia su boca para ver si aún exhalaba algún aliento. Definitivamente parecía muerto. El verdugo esperaba con la maza, dispuesto a romperle las piernas como se las había roto ya a sus compañeros de suplicio. Le ordené no tocar al reo e ir a buscar mi lanza. La trajo al instante. Se imaginó que era para lancearlo y se ofreció a hacerlo él. No se lo permití. La tomé yo. Me puse a unos codos de distancia. Apunté certero al pecho y lo atravesé.
 
 
 
            ©L.A.
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