Me preguntaba una amable lectora, que: ¿Cuál era el camino más seguro para llegar directamente al cielo, sin pasar por el Purgatoria?  Esta pregunta, me dio pie a meditar sobre este tema. La pregunta me hizo rumiar mucho la contestación, entre otras razones porque personalmente el tema me interesaba y me afecta mucho, porque, ¿quién es que no desea, llegar al cielo sin pasar por el purgatorio? este es el deseo de todos los que amamos al Señor y además, mi interés era y es personal, pues como dice el refrán: La caridad bien entendida comienza por uno mismo, por lo tanto dejé que el tema se decantase en mi mente y tardé en contestar.

          Estuve buscando luz, entre mis notas y mis libros y ya estaba dispuesto a redactar una contestación clásica, basada esencialmente en el desarrollo de la vida espiritual, como medio de alcanzar la vía unitiva o lo que es igual la unión con Dios. Ya que esta es la postura de la mayoría de los tratadistas y exégetas, la cual indudablemente es perfecta, porque en la medida en que se desarrolla nuestra vida espiritual, aumenta en nosotros el amor al Señor, que es la base de todo. No olvidemos que aquí estamos para demostrar que somos capaces de superar una prueba de amor directo al Señor e indirectamente a todo lo que Él ama y más concretamente a nuestros semejantes. Es bien sabido que quien ama al prójimo está amando a Dios. “Y el Rey les dirá: En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis”. (Mt 25,40).

         Ya estaba yo dispuesto a redactar un plan de vida espiritual, para poder llegar a la vía unitiva, cuando me vino a mi mente, una de las cualidades de Dios, a la que no se le presta mucha importancia. Me refiero a la simplicidad que es una de las cualidades de Dios a la que no se le presta el debido interés. Rusbroquio en el s. XVI, escribía diciendo que: “Dios es simplicidad en su esencia, claridad en su inteligencia, amor universal y desbordante en su actividad. Cuanto más nos parezcamos a Él, en este triple aspecto, más unidos estaremos con Él”. La simplicidad es la cualidad de ser sencillo

          Acudí pues a mi maestro espiritual, que es mi amado San Juan de la Cruz, El encuentro en mi mente del principio de la simplicidad de Dios, y las tesis de mi amado carmelita de Duruelo, me hizo dar otro enfoque a esta contestación. ¡Ah! Para quien no lo sepa, Duruelo es un pequeño e inhóspito pueblo de la fría Castilla serrana, con no más de 20 habitantes según escribe Santa Teresa, donde se estableció el primer convento de la Orden de los Carmelitas descalzos, en una pequeña casa en lamentable estado de conservación. Veamos pues:

          Dios es un ser simple y ama la simplicidad. La simplicidad es la cualidad de ser simple sin composición y precisamente en el orden del espíritu impera la sencillez la falta de composición, porque a sensu contrario la materia es siempre compuesta y al ser compuesta, ella es susceptible de descomposición, es decir de muerte y desaparición, mientras que lo que pertenece al orden del espíritu, se ser simple, nunca se descompone y todo es eterno. Dios es Espíritu puro y simplicidad absoluta. La simplicidad es amada por el Señor, porque Él como todo amante, ama lo que se le asemeja, es por ello que el Señor decía: “Os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas”. (Mt 10,16).

         Si tenemos en cuenta esta sencillez de Dios, es normal que para ser perfectos espiritualmente, Él nos diese siempre unas  simples reglas. De ellas la más simple era el decir: Sígueme y unos le siguieron y otros se disculparon: “Te seguiré, Señor, pero déjame antes despedirme de los de mi casa. Jesús le dijo: Nadie que, después de haber puesto la mano sobre el arado, mire atrás es apto para el reino de Dios”. (Lc 9,61-62). A otro le dijo: A otro le dijo: “Sígueme, y respondió: Señor déjame ir primero a sepultar a mi padre. 60* Él le contestó: Deja a los muertos sepultar a sus muertos, y tú vete y anuncia el reino de Dios”. (Lc  59-60). Pero en general a todo nos dejó dicho: “…, si alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz y sígame”.  (Mt 16, 24).

         Dios nos ama tanto, que no nos impone ninguna regla ni plan complicado, para alcanzar directamente el cielo, es suficiente que le correspondamos de verdad a su amor. Pero el amor, siempre exige sacrificio como consecuencia del principio de la semejanza, que se ha de dar, entre los que se aman. Asemejarse exige transformarse y la transformación trae como consecuencia sacrificios. Pero el que ama, no duda en sacrificarse por el amor de su amado.

          A este respecto San Juan de la Cruz nos señala el camino para seguir al Señor abrazando su cruz. Nuestra vida diaria, aunque sea muy normal y corriente, está siempre llena de contrariedades más o menos importantes, pero su aceptación gustosa por nuestra parte es una fuente de beneficios espirituales, que nos hacen purgar en esta vida parte de lo que tendríamos que sufrir en el purgatorio. La mortificación de nuestros gustos en la comida, en el trato con los demás, soportando lo insoportable en la conversación y en los modos educacionales de otros, son también una fuente de bienes espirituales, que purifican nuestra alma, siempre que todo esto, sea ejecutado sin que los demás se den cuenta, porque en la mortificación al igual que en la limosna, nuestra mano derecha no debe de saber lo que hace nuestra mano izquierda. San Juan de la Cruz nos recomienda: gustar y escoger todo lo que más se parezca a la cruz. Dicho en otras palabras: El que algo quiere algo le cuesta.

           Existe un misterioso nexo de relación entre el gozo y el sufrimiento. Los romanos tenían un lema que decía: Per aspera ad astram, que significa: Por el camino áspero se llega a las estrellas. Si queremos llegar al cielo directamente sin pasar por el purgatorio, escojamos siempre el camino áspero. También el Señor, nos dejó dicho: “Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que por ella entran. ¡Qué angosta es la puerta, y que estrecha la senda que conduce a la vida, y que pocos son los que atinan con ella!”. (Mt 7,1314). Pero la carga o la aspereza del camino al Señor, es siempre liviana y suave, para el que está enamorado de su amor. Así Él nos dice: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera”. (Mt 11,29).

           Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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