Benedicto XVI inauguraba su pontificado con las siguientes palabras, llenas de esperanza y de optimismo: “Sí, la Iglesia está viva. Y la Iglesia es joven. Ella lleva en sí misma el futuro y, por tanto, indica también a cada uno de nosotros la vía hacia el futuro”.

Un futuro al que aludiendo él hacía algunos años, decía que “Preguntarse por la Iglesia equivale en gran medida a preguntarse cómo hacerla diferente y mejor”. Ello es una idea permanente en su pensamiento. En 1991 escribía su libro: “La Iglesia”, cuyo subtítulo: “Una comunidad siempre en camino” insiste en ese mejorar la Iglesia. Y lo explicitó, cuando el 24 de abril del 2006, en la misa de la Plaza de San Pedro, con motivo de la entrega que se le hacía del Palio Petrino y del Anillo del pescador, como Obispo de Roma, afirmó: “La Iglesia en su conjunto ha de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida , y vida en plenitud”. .(“La Iglesia, 5-6).

Al hablar él de la vida en plenitud, no podemos olvidar que su perfil humano no podía separarse del convencimiento de que ese perfil está totalmente empapado y perfeccionado por la idea que él mismo tiene de lo que es una vida cristiana en plenitud. Por tanto, no podemos hablar de un perfil humano, como si no estuviera transido de lo sobrenatural. Para González de Cardedal, “recluirse en lo sólo humano” es quedarse con lo “excluyentemente humano y descartando que la comunión con Dios, o divinización, constituye la última plenitud y vocación humana”. (La entraña del cristianismo, 9).

En este sentido, hay un pensamiento del Papa, que define la persona humana, y que me ha impresionado siempre, porque es extremadamente sintética y profunda, y me permito pensar que transparenta su vida interior. Hablando de la relación con Dios y de la adoración, dice: “Adoración, entendida en un sentido correcto significa que sólo vivo correctamente mi naturaleza en cuando ser relacional, que constituye la “idea íntima” de mi ser. En consecuencia, es una vida que tiende hacia la voluntad de Dios, concretamente a la adecuación con la verdad y con el amor.

No se trata –sigue diciendo- de obrar para que Dios se alegre. Adoración significa aceptar el vuelo de flecha de nuestra existencia. Aceptar que mi finalidad no es algo finito y que, por tanto, puede comprometerme, sino que yo descuello por encima de todos los demás fines. Concretamente en la unión íntima con la que me ha querido como compañero de relación y, precisamente por eso, me ha concedido la libertad”. (“Dios y el mundo”, 106107) .