Me encontraba de visita en los Estados Unidos de América, cuando -a través de un amigo- recibí la noticia de la sorpresiva renuncia de Joseph Ratzinger a la cátedra de San Pedro. Confieso que al principio, llegué a pensar que era una de esas bromas de muy mal gusto que andan circulando en las redes sociales, sin embargo, luego me di cuenta que se trataba de un hecho real. Después de la sorpresa, vino la serenidad necesaria para poder reflexionar sobre lo que había sucedido dentro de los muros del Vaticano.

Sin duda alguna, se trata de una renuncia libre, lúcida y valiente. Libre porque compete únicamente al arbitrio del Papa en turno, lúcida porque reconoce la fragilidad que trae consigo la vejez y valiente porque tuvo que romper con muchos prejuicios e inercias que se habían acumulado, olvidando que el Código de Derecho Canónico acepta y regula la eventual renuncia de un Papa (cf. Cánon 332). Quienes sostienen que Benedicto XVI está huyendo, se equivocan. De hecho, esperó a que la Iglesia se estabilizara para poder retirarse. Mientras esto sucedía, se dedicó a poner orden, dejando una institución más justa, transparente y conectada con la esencia de la fe. Supo retirarse a tiempo y eso es algo que no se puede minimizar o pasar por alto, pues sólo los valientes se atreven a dar dicho paso. Prefirió anteponer las necesidades de la Iglesia a su propia imagen e intereses personales.

Termina un pontificado que afrontó los problemas de fondo. Desde los abusos sexuales cometidos por sacerdotes, hasta la fuga de documentos reservados. En todo momento, el Papa Benedicto XVI dio la cara y tomó las riendas del asunto, teniendo una opción preferencial por las víctimas de tales delitos, a las que escuchó y acompañó de manera personal. Ahora nos toca agradecérselo y, al mismo tiempo, orar continuamente por el Cónclave que está por llegar y que marcará una nueva etapa en la historia del cristianismo.