La renuncia de Benedicto XVI a la sede de san Pedro es un acto de humildad perfectamente comparable a la generosidad mostrada hasta el último aliento por Juan Pablo II. 
 
No faltarán las voces que hagan esta comparación de forma maliciosa, cuando en realidad son dos hermosísimas maneras de concluir el encargo de ser timoneles de la Barca de Pedro. 

Recuerdo que durante la larga enfermedad de Juan Pablo II, pregunté preocupado a un sacerdote de avanzada edad qué sucedería. Mi incertidumbre era fruto de la longevidad papal del pontífice polaco, el único que había conocido. 

Y respondió con serenidad absoluta: Siempre viene un Papa bueno. Siempre llega un Papa bueno. Lo mismo sucedió todas las veces anteriores. 

La elección de Benedicto XVI me confirmó que, sea cual sea, elegido por la influencia del Espíritu Santo, siempre hay un buen Papa.

Los católicos tenemos la obligación de ser  fieles a Roma. Tanto a la institución del Papado como al Santo Padre en su persona. Sea cual sea. 

Por eso, podemos decir desde ya, con independencia de lo que se decida en el cónclave que comineza el próximo 1 de marzo: ¡Viva el Papa!