Si el hombre ve hondo en la vida, también ve hondo en el sufrimiento (Nietzsche)

En los últimos años de su vida, Georg Friedrich Händel sufrió una grave enfermedad que lo dejó paralítico. El médico dijo que nunca más volvería a componer música. Sus años como músico habían terminado. Sin embargo, Händel no se rindió. Luchó y recuperó la movilidad de su cuerpo. Volvió a componer grandes obras musicales.

Poco tiempo después, sufrió un nuevo fracaso. En esta ocasión el motivo no fue una enfermedad, sino algo peor, como él mismo decía, le faltaban ideas. La música lo había abandonado. Esta vez la tragedia fue mucho mayor que cuando estuvo enfermo. Sus amigos lo abandonaron; los acreedores lo denunciaron. Llegó a la desesperación y lo único que deseaba era morir.

Cuando pensaba que todo había terminado para él, sucedió el milagro. Llegó a sus manos una obra para la que le pedían una composición. Esta obra se titulaba El Mesías. Las palabras con las que empezaba: ¡Consolaos!, fueron para él como una llamada divina que lo levantó de la postración en la que se encontraba. Se puso a componer una música para aquella letra y el éxito fue rotundo. Aquella obra se convirtió en una de las grandes piezas musicales que ha perdurado hasta nuestros días.

Cuando Händel comenzó a poner música a El Mesías, descubrió que el hombre había sido creado para adorar a Dios. Este era el sentido que quiso darle a su gran obra, y por eso, aunque con ella alcanzó un gran éxito, nunca quiso cobrar, sino que dio todos los beneficios a obras de caridad.

¿Quién no ha sentido alguna vez el fracaso? ¿Quién no ha pensado en alguna ocasión que todo lo que hacía era absurdo, un sinsentido, o que todo salía mal? Todos pasamos por momentos de crisis y fracasos, en la vida profesional, en la vida familiar… Y los fracasos en la vida espiritual o en el trabajo pastoral y apostólico, quizás más duros de llevar, que se convierten en una carga pesada. Pecados que uno no es capaz de quitar. Proyectos preparados con gran ilusión que fracasan, o no salen como esperábamos…

Entonces, ante estas situaciones, ¿cómo reaccionamos? Aparece el desánimo, la desilusión, y con ellos la tristeza y la desesperanza. Imagino que era el mismo sentimiento de frustración que tenían Pedro y sus compañeros después de estar toda la noche pescando sin conseguir nada.

Ante esas situaciones surge siempre la misma pregunta: ¿por qué? ¿Por qué he fracasado? ¿Por qué ha pasado esto? ¿Y si hubiera hecho esto otro?

¿Y si ese fracaso fuera una ocasión para algo distinto? La fe no es una varita mágica. Tampoco es un ejercicio de autosugestión que me lleva a repetir: “no hay dolor, no hay dolor…”. ¡No! Ante el fracaso, también me puedo preguntar: ¿Qué me está diciendo Dios con esto? Es decir, puedo descubrir que detrás del fracaso tengo la oportunidad para crecer. Veo la propia debilidad y que la fuerza, lo que me sostiene, viene de otro, de Cristo. Cuando abro la puerta a la esperanza, a la confianza en Dios, ese fracaso, que me hace sufrir y, a veces incluso desesperarme, esconde un sentido que me lleva a cambiar.

Es la ocasión para crecer en la confianza en Dios. Una oportunidad para fortalecer la esperanza. Y es el momento de purificar el amor. Primero el amor a Dios, a veces tan pobre, se hace más profundo, más puro, más auténtico. Después, el amor al prójimo, porque nos hace más comprensivos, más sencillos y humildes, y a llevar a los demás la dulzura y el consuelo de Dios.

… en toda prueba es fundamental preguntarse a uno mismo: ¿qué acto de fe estoy invitado a plantear ante la situación que estoy atravesando? ¿Qué actitud de esperanza estoy llamado a vivir? ¿Y qué tipo de cambio en cuanto al amor estoy invitado a llevar a cabo para un amor más verdadero, más puro?[1].


[1] Jacques Philippe, La confianza en Dios, 132.