Aquel que reconoce sus propios pecados es más grande que aquel que, por su oración, resucita a los muertos. Aquel que gime durante una hora por su alma es más grande que el que abraza al mundo por su contemplación. Aquel a quien se le ha dado ver la verdad sobre sí mismo es más grande que aquel a quien le ha sido dado ver a los ángeles. (San Isaak el Sirio S. VII) 

Como todos los principios de año, se habla y mucho, de los propósitos que haremos para este 2013. Queremos adelgazar, dejar costumbres no saludables, aprender idiomas y todo se queda en ese deseo ambiguo que desaparece con el día a día. Entre los deseos que tenemos, hay uno que cada vez se oye menos: ser mejores. Se oye menos porque la ideología de moda nos dice que somos lo que somos y que tenemos que aceptarnos como somos. Incluso se oye a menudo que es la sociedad la que tiene que hacer por aceptarnos tal como somos. 

Nuestra fe nos dice que debemos reconocernos como los seres imperfectos y que para cambiar (convertirnos) no nos bastan nuestros deseos y fuerzas. Es necesario el reconocimiento de nuestras limitaciones y errores, para que la segunda parte, la gracia de Dios, pueda penetrar en nosotros con eficacia y profundidad. Sin esta aceptación no tenemos capacidad de ir más allá de intentar ser mejores. La transformación de nuestra naturaleza solo puede ser realizada por Dios mismo. 

Las palabras de San Isaac pueden llevarse más allá del individuo, hacia la comunidad de creyentes. Aceptar que es responsabilidad nuestra que la Iglesia se muestre en plenitud al mundo como una, santa, universal y apostólica… es dar la oportunidad a Dios para derramar su gracia sobre nuestras comunidades. Si pensamos que nuestras comunidades son los que son y que con eso es suficiente, estamos cerrando el camino a la gracia de Dios. Que el Señor derrame su gracia sobre la Iglesia, la necesitamos.