Poco antes del oscurecer, el Secretario del Gobernador llamó al teléfono del Sr. Obispo para decirle que el Gobernador de Málaga, don Antonio Jaén Morente, que venía de Madrid a Málaga, en coche, había telefoneado desde Manzanares encargándole dijese al Prelado estuviese tranquilo porque nada ocurriría, ya que estaban tomadas todas las precauciones. Varias veces llamó dicho Secretario aquella tarde para asegurarle lo mismo.
Es también de notar que muchas personas que aquella tarde llegaron al Palacio Episcopal encontraron unos individuos en la puerta, que les aseguraban que el Sr. Obispo no estaba allí, haciéndoles desistir para que entrasen a verlo.
¿Es que se le quería sorprender dándole por una parte una seguridad que no existía y por otra evitando se entrevistasen con él personas que pudieran informarle y ayudarle a tomar precauciones…?
A pesar de esto no fueron pocas las personas que pudieron llegar hasta él y comunicarle sus inquietudes. Uno de estos buenos amigos le aseguró haber oído decir a los trabajadores del muelle: “-Esta noche tiene que dormir el Obispo en la Aduana (cárcel)”. En una de las columnas de la fachada del Palacio apareció aquella mañana este letrero: “Muera el Obispo”.
Pocos días antes, habían pedido del Gobierno Civil al Secretario particular del Prelado una lista de los conventos de la capital para enviarles guardias, cosa que no pudo extrañar, ya que desde la proclamación de la República era muye frecuente que hubiese algunas parejas de vigilancia para evitar cualquier desmán de los revoltosos.
¿Sirvió esta lista para organizar mejor el ataque que se preparaba contra las iglesias y los conventos?
El dato de que el único convento que no fue asaltado resultase ser el mismo que se había omitido por olvido, en aquella lista, era muy significativo.
En la intimidad de la cena de aquella noche en que comentaban los familiares los tristes acontecimientos de Madrid y el ambiente de intranquilidad reinante, el señor Obispo les dijo cuánto le habían confortado aquella tarde en su oración ante el Sagrario estas palabras que parecía decirle el Corazón de Jesús, contestando a sus temores y tristes presentimientos: “-Hasta ahora ¿te ha faltado algo?”.
Como llegase al Palacio la noticia de que en la calle de la Victoria se había reunido la gente que alborotaba y gritaba delante de los conventos de religiosas que allí existían y que las del Servicio Doméstico estaban trasladando enseres y dos coches las esperaban a la puerta para trasladarlas, el Sr. Obispo llamó al Secretario del Gobierno Civil para preguntar qué ocurría y pedir se salvaguardase el orden. El Secretario quitó importancia al suceso y le aseguró que enseguida mandaría disolver aquellos grupos de revoltosos. Además, le añadió para su tranquilidad: “Aunque esta palabra no sea muy “ortodoxa”, si tuviéramos la “fatalidad” de que ocurriera algo, no sería porque no estuviesen tomadas todas las medidas”.


El asalto al Palacio
El Palacio tenía a la puerta una pareja de la Guardia Civil, y como ya lo habían hecho en noches anteriores, varios buenos amigos quisieron quedarse en el Obispado en previsión de lo que pudiera ocurrir.
A eso de las once de la noche la Plaza del Obispo se hallaba sola y en completa tranquilidad.
El Sr. Obispo se retiró a sus habitaciones y mandó a sus familiares se retirasen también a descansar, respondiendo a los temores que le manifestaban: “¿Vamos a seguir confiando?”, como reprendiendo un temor excesivo. Ante su Sagrario, ¡cuánto había orado aquel día y cuántos actos de fe y confianza y abandono había hecho en el Corazón de Jesús!
Poco después de las doce, uno de los trabajadores del Obispado llamaba nerviosamente golpeando las puertas de las habitaciones particulares del Sr. Obispo y su familia, para avisarle que habían llegado las turbas. “¡Ya están ahí!”, se oía exclamar al mismo tiempo que se sentía el ruido de la multitud que vociferaba y los golpes que descargaban sobre las puertas y ventanas, como algo infernal…
El Sr. Obispo dio orden de que llamasen al Gobierno Civil para pedir guardias. Pero ni con este ni con el Gobierno Militar se logró comunicar; únicamente respondió el Cuartel de la Guardia Civil a donde se pidió auxilio.
Al mismo tiempo llamaban al teléfono unos amigos del Sr. Obispo ofreciéndose ir a por él y su familia en un coche. No es posible, se les contestó, no hay por dónde salir, porque la turba rodea el Palacio.
Los momentos eran de lo más angustiosos, el griterío en la plaza iba creciendo, sonaban centenares de voces, y de golpes rompiendo puertas y cristales, con un estruendo tan espantoso que parecían energúmenos salidos del infierno.
Entre tanto, don Manuel sólo pensaba en salvar el Santísimo para evitar que fuese profanado. En la Capilla, a donde habían acudido también las Hermanas de la Cruz con su Copón conteniendo las Sagradas Hostias, dio la comunión a las religiosas, a sus familiares y trabajadores con una gran cantidad de Pan Eucarístico, comulgando él también y consumiendo entre todos, además de las Sagradas Formas que contenían esos dos Copones las del Sagrario de la Adoración Nocturna.
Era indecible la angustia de sentir el avance de la turba cada vez más cerca y la dificultad, por la sequedad de la boca para tragar tanta cantidad de Hostias temiendo el mismo Sr. Obispo al dar algunas arcadas, que le viniese un vómito.
Uno de los familiares se guardó el Copón vacío, y el Sr. Obispo dejó el Sagrario abierto de par en par con intención de que enseguida vieran los asaltantes que no estaba el Señor y se evitase toda intención de profanar la Sagrada Eucaristía.


Por la calle de la amargura
A toda prisa, una vez salvado el Santísimo Sacramento, había que buscar una salida para no perecer entre las llamas o bajo los golpes de lo que iban derribando los asaltantes, que ya corrían como endemoniados por el piso bajo del Palacio.
José Campos Giles, prosigue la narración con el relato de un testigo (pág. 617).
Uno de los testigos ha hecho el siguiente relato:
“Todos nosotros, con los porteros y las Hermanas de la Cruz seguimos al Sr. Obispo que dispuso nos fuéramos al Colegio de los Maristas. La puerta principal del Colegio daba a la calle de Santa María; pero tenía otra puerta inferior, a la calle Fresca. Don Manuel nos condujo por la puerta de comunicación que había y que nunca se utilizaba. Por eso, estaban tan duros y mohosos los pestillos, que al portero le costó mucho trabajo forzar aquellas puertas que siempre estaban cerradas. Al fin se logró abrirlas y pasar al Colegio.
Al entrar, todo estaba oscuro y sin encontrar a nadie, pues todos se habían marchado. Antes de pasarnos allí habíamos ido apagando todas las luces del Palacio para entrar los forajidos no nos siguieran los pasos.
Bajamos detrás del Sr. Obispo que conocía el Colegio, acompañándonos también don Ángel Fraile y el señor Moreno, que aquella noche se habían quedado guardando el Palacio y que nos dijeron que ya éste estaba ardiendo.
Casi a tientas, en medio de la oscuridad, y recordando el Sr. Obispo los sitios por donde le parecía se podía llegar cerca de la puerta falsa del Colegio, íbamos bajando hasta que por fin se encontró el sitio que se buscaba: una puerta que daba a la calle Fresca junto a la cual había un sótano donde echaban las basuras, que sacaban por allí. Era la única por donde podía salirse ya que todas las demás salidas estaban ardiendo; mas al llegar a ella la encontraron cerrada con llave y no se podía abrir de ningún modo.
A su lado estaba el sótano, que era, a lo que pudimos apreciar en aquella oscuridad, como una cueva larga a la que se entraba por una puerta y se bajaba por unos escalones terrizos o rampa.
No había, pues, medio de salir. Por la calle se oía el ruido de los que vociferaban en la plaza y de los que iban y venían atraídos por las llamas del incendio.
Entramos en aquel sótano y como no conocíamos el sitio tropezamos y algunos cayeron y se lastimaron un poco, incluso el mismo Sr. Obispo.
Procurábamos, ya que era imposible la salida, pasar desapercibidos si entraban allí los asaltantes, y con una angustia indecible decíamos jaculatorias, cada cual la que se le ocurría, repitiéndolas los demás. Sobre todo decíamos: “¡Corazón de Jesús, en vos confío! ¡Madre mía, sálvanos!”. E interiormente ¡cuántos actos de fe, confianza, humildad, entrega y abandono en las manos de Dios nuestro Señor y de contrición preparándonos para morir!
Como se oyera la gritería más próxima, dijo el señor Obispo, que siempre conservó su paz y serenidad: “Hincarse todos de rodillas, que voy a darles la absolución, por si acaso; haced un acto de arrepentimiento…”.
Nos pusimos todos de rodillas dentro del sótano y el Sr. Obispo, de pie, nos dio la absolución en voz alta… “Ego vos absolvo a peccatis vestris”…
Rezamos el acto de contrición y el Sr. Obispo dijo: “Ofrezcamos nuestras vidas por la Iglesia y por el reinado del Corazón de Jesús en España y en la Diócesis”. Alguien recuerda que dijo: “Jesús mío, perdónanos y perdona a tu pueblo; ten misericordia de nosotros que hemos pecado y acepta el ofrecimiento de nuestras vidas por tu reinado en España, especialmente en la Diócesis, Madre Inmaculada, salva nuestras almas, guárdanos bajo tu manto”.
Después añadió: “Vamos a rezar el Rosario”. Y sentado él en un escalón del sótano empezó a rezarlo, contestando los demás. Nos había inundado de paz y rezábamos con calma y mucha fe.



Palacio Episcopal
Los grupos de amotinados se dirigieron al Palacio Episcopal, comenzando a golpear con barras, palos y hachas las puertas de entrada. El asalto comenzó sobre las doce y media de la noche, prácticamente al mismo tiempo que el del asalto a la Residencia de los Jesuitas en calle Compañía. La Guardia Civil, también aquí, recibió orden de retirarse.
Bien pronto lograron echar abajo la puerta de entrada. Minutos nada más, tardaron en aparecer, la mayoría de ellos, por puertas y balcones, comenzando a arrojar a la calle imágenes, muebles y enseres, mientras en el interior otros comenzaron a rociar con gasolina diversos lugares -el primero de ellos fue el riquísimo archivo y bibliotecas del siglo XIV- prendiéndole fuego.