Cuando se habla de reliquias en general, afirma Raymond Zambelli, conviene descubrir que este es un fenómeno antropológico, universal, y que se remonta a los orígenes del hombre. Cuando, cada año, millones de hombres y de mujeres de todas las culturas y de todas las condiciones sociales se reúnen en los cementerios, lo hacen delante de las reliquias, es decir, de los restos mortales de sus allegados, y rezan, recuerdan y están en comunión con ellos por el pensamiento, el corazón y la plegaria.
 
La Iglesia, experta en humanidad -según la hermosa expresión de Pablo VI-, ha respetado siempre la costumbre de recogerse y de rezar en presencia de los restos mortales de las personas que hemos conocido y amado. Esta práctica, presente tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, perdura hasta hoy. Los hombres tenemos necesidad de signos. Precisamente, las reliquias de los santos son consideradas como signos, muy pobres y muy frágiles, de lo que fueron sus cuerpos.


Urna-relicario con los restos óseos de San Pelayo que se conserva en el Real Monasterio de San Pelayo de las MM. Benedictinas, en Oviedo.
 
En presencia de las reliquias podemos evocar más fácilmente su condición humana: con sus cuerpos, los santos pensaron, actuaron, rezaron, sufrieron y experimentaron la muerte. De estos signos tan pobres se sirve Dios para manifestar su presencia y hacer brillar su poder y su gloria, ya que es Él quien obra por medio de ellos. Estamos, pues, ante una lógica distinta a la del mundo; estamos ante la lógica de Dios, tan desconcertante para nuestros pobres espíritus.
 
La veneración a las reliquias comenzó a la par que el culto a los mártires, durante el período de las persecuciones, en las catacumbas (cementerios donde eran enterrados los cristianos). En ese lugar se sentían más protegidos para celebrar la Eucaristía y también allí guardaban, celosamente, para la veneración de los fieles las reliquias de aquellos que habían sido martirizados. Esta veneración de los restos se fue ampliando en la Iglesia a todos los que de, una manera u otra, fueron considerados “santos”.
 
Cuando se consagra un altar, en su base se pone la reliquia de un santo, si son mártires mejor aún. El altar es donde se realiza la Eucaristía, que es banquete y sacrificio, el culmen de la vida cristiana. Los santos alcanzaron esa plenitud del amor de Dios participando del sacrificio eucarístico. Las reliquias están relacionadas con la liturgia, la cual no es algo de esta tierra sino que está conectada con la liturgia celestial.
 
No es nada más que una consecuencia lógica que también otras iglesias quisieran tener estos signos de estar unidas a la fe de los mártires y de los santos. Se desarrolló la costumbre de compartir con las comunidades que no tenían tumbas de los santos enviándoles algunas reliquias. Estas fueron encerradas en la piedra o la madera del altar mayor.
 
Hoy en día el ritual prevé que el altar debe ser consagrado por el Obispo. Y en dicho altar, donde se celebra la Santa Misa, se abre una pequeña cavidad para que el Obispo deposite las reliquias.
 
 
El porqué de las exhumaciones
 
El reconocimiento canónico realizado para la exhumación responde a la histórica responsabilidad de garantizar, a través de procedimientos adecuados, una prolongada conservación del cuerpo del santo para permitir también que las generaciones futuras puedan tener la posibilidad de venerar y custodiar sus reliquias.
 
Normalmente la exhumación se hace en las fechas más próximas a la beatificación, en orden a que los restos puedan ser venerados. A veces, antes de la beatificación, se exhuma el cadáver del candidato para que sea identificado. Si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa.
 
Se cuenta, por ejemplo, que cuando se enterró en 1860 al santo obispo John Neumann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron y, de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.
 
La Iglesia católica no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad. Sin embargo, popularmente se sigue tomando como indicio de favor divino.


Existen tres clases de reliquias según el código canónico

Primera clase: son los restos del cuerpo del santo o beato. Generalmente incluyen: cabello (ex capelli), sangre (ex sanguine), huesos (ex ossibus) o carne (ex carne).

Segunda clase: son las pertenencias del santo o beato. Las reliquias más comunes en esta clase son las de sus vestimentas (ex indumentis).

Tercera clase
: son los objetos religiosos que con fe han tocado una reliquia de primera o segunda clase.
 
Las reliquias nos sirven para recordar a todos nuestros santos y beatos. Es un recuerdo físico de una persona que vivió su vida para servir a Dios, y nos motivan a hacer lo mismo. La actitud que debemos tener frente a una reliquia es la de veneración y respeto. Nunca adoración, ya que solo a Dios se adora.

En la fotografía, S.S. Benedicto XVI besa el relicario que contiene una ampolla con la sangre del Beato Juan Pablo II, durante la ceremonia del 1 de mayo de 2011.
 
 
¿Qué errores debemos evitar cometer con una reliquia?
 
Finalmente, ¿quién expide una reliquia?
 
El postulador tiene el encargo de su Obispo para la distribución de las reliquias con un documento adjunto que certifica que son auténticas. Para veneración pública de las reliquias, el código canónico requiere que tengan dicho certificado.

            Las reliquias de beatos y santos no se pueden vender, pero es obvio que las “tecas” donde van colocadas, se han tenido que comprar, así como pagar el trabajo de colocar la reliquia en su correspondiente teca, cerrarla, lacrarla y sellarla y, por todo ello, se suele pedir un donativo, sin especificar cantidad.