Al haber concluido la licenciatura en Derecho, me parece importante recordar que el latín sigue siendo un punto de referencia obligado para los juristas, especialmente, para todos aquellos que se desenvuelven en el campo de la investigación. Aunque no faltan quienes aseguran que el derecho romano debería ser eliminado de los programas de estudio, lo cierto es que sigue siendo necesario. No sólo por cuestiones meramente culturales, sino para poder comprender el sentido y alcance de muchas de las figuras e instituciones jurídicas que fueron creadas en Roma y que, de hecho, perduran hasta nuestros días con las debidas modificaciones. Por ejemplo, todo lo que tiene que ver con los derechos reales, las obligaciones y, por supuesto, las sucesiones que, a su vez, guardan una estrecha relación con el derecho procesal civil y notarial.

Tuve la oportunidad de conocer las raíces romanas del Derecho, a partir de un autor que sin enseñarme latín, me ayudó a valorarlo, tomando en cuenta los diferentes principios generales como fórmulas latinas. Me refiero a la obra literaria del Dr. Juan Iglesias Santos (1917-2003), ganador del Premio “Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales”. La grandeza del latín en el mundo jurídico, es precisamente que alcanza a decir mucho con pocas palabras, con frases concisas y precisas. Por lo tanto, afirmar que se trata de una lengua inservible, que ya no tiene nada que decir o aportar, es un error que afecta a la cultura occidental.

El que no sepamos hablar en latín, no es una justificación para rechazar su belleza, precisión y valor, sobre todo, en el derecho, la medicina y, por supuesto, en la liturgia de la Iglesia. Lo anterior, como eco de la Carta Apostólica en forma de Motu Proprio “Latina Lingua”, emitida por el Papa Benedicto XVI, el 10 de noviembre del 2012, para dar paso a la fundación de la Pontificia Academia de Latinidad.