Don Lázaro, sacerdote y mártir
Don Lázaro San Martín Camino fue un sacerdote, un sencillo cura de pueblo que, durante cuarenta años, ejerció su ministerio en tres parroquias rurales de Asturias. Acabó dando su vida por Cristo, y murió asesinado en la playa de Gijón el 18 de agosto de 1936. En “Don Lázaro. Sacerdote y mártir de Cristo en Asturias (18721936)” (Madrid 2011), Monseñor Juan Antonio Martínez Camino, Obispo auxiliar de la Archidiócesis de Madrid y Secretario de la Conferencia Episcopal Española, rescata la figura del primo de su bisabuelo materno. “Desde mi más tierna infancia había oído hablar de él en mi casa”, reconoce, y afirma que su testimonio “es una vida ejemplar que puede ayudar a los sacerdotes de hoy a vivir con entusiasmo apostólico”. Además, es una pequeña contribución al cumplimiento del deseo del Beato Juan Pablo II: que los mártires del siglo XX no caigan en el olvido; la Iglesia necesita su testimonio.
A veces, el mártir nos parece algo así como héroe de virtudes imposibles cuya vida es tan inalcanzable como lejanas las circunstancias de su muerte. Sin embargo, el martirio no es un acto de coraje que culmina una trayectoria espiritual labrada a base de puños. La vida de los mártires muestra que se muere como se vive, y se vive en paz con Dios, se va a la muerte también en paz. Sencillamente.
La voluntad de Dios siempre es buena
Don Adolfo Villa Díaz, un vecino de Miyares, a quien don Lázaro había casado hacía pocos años, fue testigo privilegiado de la muerte del sacerdote. Él pudo salvar su vida en el último momento, y así pudo contar a Rosario, la sobrina de don Lázaro, cómo fueron los últimos días de su tío:
“Nos llevaron a la prisión de Infiesto -relataba Adolfo-. Allí compartí celda, comida, oraciones y penas con su tío, el señor cura. Desde que llegamos -yo, el domingo 9 de agosto; y él, el viernes 14- hasta que nos sacaron a los dos -el martes 18-, los días pasaron con insoportable agobio, porque no sabíamos qué iba a suceder ni qué iba a ser de nosotros. Creo que el señor cura estaba convencido de que no iba a salir de aquella con vida. Tal vez por eso estaba más sereno. El caso es que don Lázaro tenía palabras de apoyo y consuelo para todos los que estábamos con él. Nos ayudó a aceptar la idea de que podíamos morir pronto y de que debíamos prepararnos bien para ese momento. Nos hablaba de que la voluntad de Dios siempre hay que aceptarla, porque siempre es buena. Yo me confesé con él, y también vi que lo hacían otros. No tenía miedo de actuar como un sacerdote. Al contrario, estaba allí con su sotana, tal como lo habían cogido. Hasta que le dijeron que así nos estaba comprometiendo a todos. Entonces él se quitó la sotana y se puso, como pudo, un traje que le facilitaron. Esto le costó mucho. Lo vimos casi llorar. Le hubiera gustado ir a la muerte con el hábito sacerdotal”.
“¡Abajo! ¡Para vosotros se acabó la comedia! ¡Ya habéis llegado!”: así bajaron del camión a don Lázaro al llegar a la playa de San Lorenzo. Antes de bajar, le dio a Adolfo su rosario, el breviario y su reloj, para entregárselos a su sobrina. El rosario y el breviario le ayudaron a don Lorenzo a robustecer la cercanía de Dios en los últimos e inciertos días de su vida; el reloj marcaría finalmente la hora en que Cristo lo acogió definitivamente en el blanco ejército de los mártires.
“Guardar el testimonio de los mártires ha sido y es una necesidad vital para los cristianos. Su testimonio es especialmente valioso para el fortalecimiento de la fe y su transmisión a las generaciones futuras”, reconoce don Juan Antonio Martínez Camino en el libro. La vida y la muerte de don Lázaro, el tío cura, aseguran que ese testimonio luminoso no se diluyó en las frías aguas del Cantábrico.
“Guardar el testimonio de los mártires ha sido y es una necesidad vital para los cristianos. Su testimonio es especialmente valioso para el fortalecimiento de la fe y su transmisión a las generaciones futuras”, reconoce don Juan Antonio Martínez Camino en el libro. La vida y la muerte de don Lázaro, el tío cura, aseguran que ese testimonio luminoso no se diluyó en las frías aguas del Cantábrico.