Uno de esos espectáculos que ha propiciado la coincidencia de las elecciones autonómicas en dos regiones donde además de todos el español, algunos hablan una lengua vernácula, ha sido el esperpéntico uso que de las lenguas están realizando los políticos en cada una de ellas.
 
            Para empezar el caso vasco: unos candidatos que hablan mal el vascuence –lo que se evidencia en que los discursos los leen, los recitan a trompicones, nerviosos pero con impostada naturalidad-, contándoles a unos señores la mitad de los cuales no le entiende una patata, y la otra mitad, que le entiende, lo consigue gracias a que lo habla igual de mal que ellos, mientras todos hacen como que entienden y respiran aliviados cuando al final se enteran del mensaje gracias a que el mismo que lo expresó a trompicones en vascuence se lo traduce a un perfecto español, no deja de ser un espectáculo digno de una página bíblica como la de Babel o hasta más divertida.
 
            Yo mismo viví parecido espectáculo hace ya varios años en Bilbao cuando acudí a una función de ópera en la capital vizcaína. A la obra precedió un discursito de presentación que fue realizado en vascuence y que nadie entendió… pero que nadie objetó (como para objetar estaba la cosa). A la indicación de quien estaba aleccionado sobre el momento en el que el discurso terminaba y había que aplaudir, todo el público sin excepción lo hizo obedientemente. Luego la ópera, cantada en versión original, esto es en italiano antiguo, se traducía simultáneamente mediante un luminoso… ahora sí, en español. Eso fue hace unos años. Imagino que hoy día, la traducción simultánea será también en vascuence, más divertido todavía…
 

           Conozco una persona que no es vasco ni por familia ni por nacimiento pero sí muy “implicado” en el esfuerzo abertzale, el cual me reconoció una vez que cuando sale al campo con su batua de ikastola, - “batua" significa “unificado", (“bat” es “uno” en vascuence) y es el vascuence nacionalista- y habla con los verdaderos vascoparlantes, ni él los entiende a ellos, ni ellos le entienden a él.
 
            El espectáculo gallego no ha sido menos llamativo. Oír hablar la lengua de Rosalía de Castro a los políticos gallegos produce una cosa extraña entre el rubor y la zozobra. El gallego que hablan los políticos de la hermosa región en la que reposa el apóstol, -todos ¿eh? hasta los nacionalistas (y también los del PP, que no iban a ser menos, faltaría más)-, a los que se ve atorarse buscando palabras que no existen e inventando nuevos vocablos para hacer algo parecido a un discurso medianamente galleguiforme coherente y entendible, es capaz de hablarlo Vd. desde este mismo instante: no tiene más secreto que reemplazar el pretérito perfecto por el pretérito indefinido (problema con los políticos: a muchos hay que explicarle la diferencia entre uno y otro); cambiar los artículos “el” por “o” y “la” por “a”; decir en consecuencia muchas veces “A Coruña”; cambiar determinadas desinencias como “ero/a” por “eiro/a”; suprimir muchos diptongos castellanos; cambiar la “jota” por “elle”; conocer y utilizar exhaustivamente las ocho o diez palabras radicalmente diferentes; y por último, decir “Galicia” si se es de derechas y “Galiza” si se es de izquierdas… et voilá!… se produce el hermoso milagro de hablar gallego en cuatro días (los más torpes, ¿eh?, porque los más listos en uno).
  

           Todo para que luego vaya un periodista a Galicia a entrevistar sobre las elecciones, y mientras los políticos le respondan en gallego de Academia Longueira Galego para estranjeiros (por supuesto recién aprendido, que Academia Longueira no ha existido siempre), los ciudadanos en la calle lo hagan en un perfecto español con un maravilloso y cantarín acento gallego; o cuando lo hacen en gallego (gallego del de verdad) no se entere ni su padre, y necesiten de verdad un traductor.

            Una expresión más del inmenso abismo existente en España entre la clase política y el pueblo, en un proceso que sólo tiene explicación en la España impostada en la que vivimos desde hace ya tantos años, demasiados lamentablemente, en la que se demuestra que por más que el vivo sastrecillo le haya vendido al rey un traje a doblón, el rey, efectivamente, está desnudo. Ahora bien ¡quién se lo dice al rey!
 
 
            ©L.A.
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