Nos pasa a todos. En algún momento de nuestras vidas queremos escapar de una realidad estrambótica. Huir tan lejos como sea posible. No queremos ver o escuchar por más tiempo la misma cantinela, esa rutina que parece querer aplastarnos el alma contra el tedio o el carácter de los otros. Quisiéramos que nuestra vida saliera de fábrica con el mando a distancia que nos permitiera cambiar de canal o frecuencia. A voluntad. Estamos hartos y buscamos una dimensión distinta donde se nos quiera por lo que somos, donde nos dejen en paz con nosotros mismos. No queremos tener la razón de nada… Sólo un poco de soledad de vez en cuando y una absoluta ausencia de gritos.

Sí, nos pasa a todos alguna vez. Queremos darnos un chapuzón en las cristalinas aguas del silencio para volver poco después a una conversación amable. Sin gestos que crispen ni palabras que murmuren el desprecio. Pero para cambiar en algo esa realidad que nos parece a veces tan irrespirable, la única opción que cabe es cambiar un poco la propia forma de actuar. O un mucho. Y pedir perdón si es preciso. Porque en el perdón y en el cariño encontraremos esa otra dimensión que buscamos con tanta ansia y por la que nos impacientamos tan a menudo.

Esa dimensión que llamamos felicidad, y que es de Dios.