En el verano de 1522, los habitantes de la isla de Rodas vieron aparecer la impresionante flota otomana. Temblando los contaron: trescientos navíos. Y por si fuera poco el propio Sultán Soliman en persona los dirigía.

El Gran Maestre de la Orden de San Juan, que gobernaba la isla, Felipe de Villiers, después de contemplar a su enemigo, recontó sus fuerzas: siescientos caballeros y seis mil soldados. Pocas fuerzas para enfrentarse a los 100.000 hombres de solimán. Resistir se antojaba imposible. Pero desde el 29 de agosto en que empezó el asedio hasta el 21 de diciembre en que Rodas se rindió, los asaltantes perdieron ¡80.000 soldados!

Y si el Gran Maestre enarboló la bandera blanca no fue por su voluntad sino por salvar a las mujeres, ancianos y niños, “cuya sangre hubiera caído sobre mi cabeza”. El Sultán dijo de él que “Por tener un servidor como tú, yo daría uno de mis reinos”.

Al día siguiente de la rendición, el Sultán, confiado en la palabra del Gran Maestre, visitó la ciudad con un pequeño séquito, tan pequeño que sus visires le advirtieron del peligro que corría al exponerse de aquella manera. Pero el Sultán, conocedor de la valía del Maestre, respondió: “Su palabra me basta”. Y así fue.

 

Sin duda, el Gran Maestre, como buen cristiano, era un hombre de palabra. Y es que el cristiano ha de ser hombre de palabra. Ya lo dijo Cristo bien claro: “Sea vuestro lenguaje sí, sí; no, no: que lo que pasa de aquí viene del Maligno” (1).

¿No es extraño que un mandato tan directamente expresado por Cristo esté tan olvidado? También nosotros debemos ser hombres de palabra, “de sí, sí y de no, no”. Eso quiere Cristo de los que dicen ser sus discípulos; y esto deberían decir de cualquier cristiano: “Si él lo dice, lo cumple”.

Aramis

(1) San Mateo 5, 37.