Hoy, festividad de San Gregorio Magno, uno de los grandes papas de la Iglesia que reinó los catorce años que van del 590 al 604, es momento más que adecuado para hablar un poco de la que pasa por ser una de sus grandes aportaciones a la vida cristiana, el llamado canto gregoriano. Y eso que con toda probabilidad, como veremos, se halla menos ligado al papa que le da nombre de lo que la tradición popular tiende a creer(1).
 
            El conocimiento que tenemos del origen de la música eclesiástica está lejos de ser profundo, ya que anteriores al s. IX, apenas nos han llegado unos pocos manuscritos. De hecho, el más antiguo salterio que se conoce es el denominado Códice Alejandrino (s. V) del Museo Británico, con trece cánticos, incluídos un Benedictus y un Magnificat, y por supuesto, sin notaciones musicales.
 
            No obstante, todo parece indicar que al menos en un principio, esa música no difería demasiado de la que se escuchaba en las sinagogas hebreas: la palabra elevada hasta su mayor grado de solemnidad gracias a la tensión de la voz, el diálogo de los clérigos y su ritmo libre, la vocalización, y en particular, la manera de tratar los textos sagrados mediante la declamación melódica o cantilación...
 

            La música cristiana es, en su principio, exclusivamente vocal, acompañada como mucho, de los instrumentos de percusión que se mencionan en los salmos y que aún podemos ver utilizar a los coptos en tierras egipcias y etíopes. Sólo en un segundo momento, hacia el s. VII, halla su lugar en los templos cristianos un nuevo instrumento, el órgano, que, naturalmente, acompaña también a la música gregoriana.
 
            El hecho de llamar “gregoriano” a la antigua música eclesiástica con carácter de monodia cantada en la liturgia del rito romano está estrechamente relacionado con el dato aportado por uno de los muchos biógrafos de Gregorio IJuan el Diácono, autor de la “Vita Sancti Gregorii” (fines del s. IX), según el cual, este papa no sólo habría incluído entre sus numerosas reformas eclesiásticas la del repertorio musical, sino que él mismo habría sido autor de algunas melodías, entre las cuales el “Regula pastoralis”, el “Libri quattuor dialogorum”, y algunas “Homiliae”. Su iconografía (ver imagen arriba), acostumbra, de hecho, a presentarle escribiendo al dictado e inspiración del Espíritu Santo. Pero existe general consenso en que el canto gregoriano ni tiene ni su principio ni tiene su final en el papado de Gregorio Magno.
 
            Debemos a San Agustín (354-430) el primer “De música” cristiano, que aunque incompleto, -sólo trata el ritmo-, da impulso a la música cristiana. El inicio del complejo proceso que da lugar al establecimiento del canto gregoriano quizá haya que situarlo en Bizancio, hacia finales del s. IV, bajo el patriarcado de San Juan Crisóstomo. El emperador Justiniano (482-565) marcaría el siguiente hito en el proceso de recopilación y fijación del repertorio, al regular las modalidades de la liturgia en su imponente basílica de Santa Sofía (Hagia Sophia o “Divina Sabiduría”) en Constantinopla. Un siglo más tarde, Andrés de Creta fija las reglas de un nuevo género: el kanon. En el siglo VIII, los monjes Juan Damasceno, Cosmas de Majumas y Teófano realizan una síntesis de los elementos precedentes, siendo los verdaderos creadores del rito bizantino.
 

            La refundición del repertorio bizantino en lo que vendrá a conocerse como canto gregoriano, se produce concretamente entre los años 680 y 730, -es decir, un siglo más tarde del reinado de San Gregorio Magno-, y en centros concretos como la abadía de Corbie y la basilica de Saint-Pierre-aux-Nonnains, al norte de Francia, o en Sankt Gallen, en tierras suizas, lugar del que son originarias las primeras notaciones musicales conocidas.

            Un siglo más tarde, Carlomagno unifica los hábitos musicales del Imperio con elementos de la tradición musical de los francos, con lo que nos encontramos ante un conglomerado musical judeo-greco-latino-germánico, con posibles aportaciones incluso célticas.
 
            Y todo ello, bien entendido, dentro de una transmisión de tipo exclusivamente oral, ya que el canto escapó a la escritura hasta el día que probablemente en Suiza, como hemos visto, en el norte de Hispania o en la Galia y hacia el s. IX-XI, se tuvo la idea de empezar a denotarlo. Y aún se precisaron casi tres siglos para que la notación fuera perfectamente legible.
 
            A partir de ahí, el gregoriano se divulga rápidamente por el norte de Europa, sufriendo importantes incorporaciones que pueden resumirse en cuatro: la introducción del pautado, la diferencia en las modalidades de ejecución, la generalización del canto a varias voces, y la imposición del compás regular, condición indispensable para las cadencias armónicas que se pusieron en boga a partir del siglo XII.
 
            La producción de obras litúrgicas que puedan considerarse como auténticamente gregorianas concluye hacia finales del s. XI, pero la huella del gregoriano se advierte en muchas composiciones posteriores, alguna tan tardía como las Misas de Du Mont, en pleno s. XVII.
 
 
                (1) Mucha de la información que brinda este artículo está extraída de la , un maravilloso monasterio español que les recomiendo visitar y en el que si Vds. lo desean, pueden escuchar todos los días maravillosa música gregoriana cantada por los monjes.
 
 
            ©L.A.
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