Son muchas las personas que toman la opción del mal (no puedo calificarlo de otra forma). Entre ellas no pocos jóvenes. Con total desparpajo y frialdad, con una inteligencia embrutecida que es incapaz de razonar y escuchar a los demás, en un rechazo absoluto -o casi- a cuanto les rodea o incomoda.

No es un problema del Estado, ni de los institutos o colegios, que tienen su indudable responsabilidad. Ni siquiera de la presión social. Los padres debemos ser mucho más conscientes de esta realidad. Porque las cosas no suceden de repente, de un día para otro.

La televisión, internet o cualquier otro cacharro tecnológico no van a educar por nosotros a nuestros hijos. No podemos aparcarlos con las cuidadoras, con los sufridos abuelos o con los vecinos de enfrente.

Los niños, desde muy pequeños, perciben todo con gran nitidez, y necesitan del cariño de sus padres, de su conversación y buen ejemplo. Aprenden lo que ven y escuchan. Y si la familia se limita a vaguedades sin cuento y a concederles todo lo que piden, no deberíamos extrañarnos el día de mañana, cuando vayan por libre y nos echen en cara nuestro egoísmo.

Debemos sacar inmediatas conclusiones. Todavía estamos a tiempo. Y nuestra sociedad será lo que nuestros hijos sean. Y la educación es, en su fundamento, algo nuestro, de los padres. ¡Apañados íbamos si la dejáramos en manos del ministerio de turno o de los boy-scouts! No debemos abdicar de esta sacrificada pero gozosa responsabilidad.

Porque en efecto, la educación requiere un gran esfuerzo, requiere estudio y dedicación, requiere imaginación y opciones, requiere estar encima de los hijos y decir que NO en muchísimas ocasiones.

No dejemos que por apatía nos arrebaten a nuestros hijos.