La llamada en lo escondido

Cada persona aguarda vivamente algo en su vida,  y puede llegar a buscarlo apasionadamente. Tal vez Dios, me dicen, pueda tener otros planes. Pero a mí me interesan los míos. El hecho de que Dios pueda llamarme ya no me gusta tanto. ¿Será así?

De muchas maneras

El llamado de Dios se expresa, se recibe y se origina en el encuentro con Jesucristo. Los evangelios dan cuenta de numerosas personas que se dejan tocar por esta voz personal de Dios, por la voz de su Hijo. En realidad, eso es el evangelio, el testimonio de cómo Dios entra de un modo inopinado en los caminos, los pueblos y, sobre todo, la vida de las gentes, de cómo conversa con ellas, las escucha, y las invita a compartir su Vida.

Y antes… ¿no hablaba Dios? Sí, aunque de un modo diferente: “Muchas veces y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros antepasados por medio de los profetas, ahora en este momento final nos ha hablado por medio del Hijo” (Hb 1, 1s). Sentimos que hay una gradación en la comunicación de Dios, en su modo de llegar a nosotros, en su ritmo para dialogar a través de los siglos, en sus múltiples maneras para invitarnos con su voz. Pero, es cierto, cuando la Palabra misma se hace carne, cuando Dios irrumpe en el escenario haciéndose hombre como uno más en el concierto de la humanidad, cuando encontramos a Dios en el carpintero de Nazaret, entonces todo lo de antes resulta antiguo. No sólo se trata de una anterioridad cronológica, sino, sobre todo, de una manera de vincularse que uno desea dejar atrás, porque pertenece a algo que fue, porque ha cedido su lugar a una intimidad y plenitud que aquella relación no puede ofrecer.

Entre lo antiguo y lo nuevo, lo previo y el momento final, se interpone, en el corazón del creyente, la persona de Jesús que ha salido a su encuentro: “Pero lo que entonces consideraba una ganancia, ahora lo considero pérdida por amor a Cristo. Más aún, pienso incluso que nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor” (Flp 3, 7s). Y eso que Pablo tenía un pasado brillante: “en lo que a mí respecta, tendría motivos suficientes para confiar en mis títulos humanos” (Flp 3, 4).

Lo viejo y lo nuevo

La voz de Cristo, aquella que Pablo escuchó en el camino a Damasco, es una voz profunda, que marca, que transforma, que hace ver la realidad de un modo nuevo… ¿por qué? Porque Dios se ha hecho presente de un modo imprevisible, ha salido al cruce con una voz tan cercana y personal que su rostro casi se puede ver, casi se puede palpar: “lo que hemos visto y oído, eso les anunciamos” (1Jn 1, 3). Uno podía escuchar, sí, pero de un modo anticuado, de un modo que correspondía a un tiempo que, si es mirado desde este hallazgo, resulta gastado, avejentado, distante con respecto a lo que se está viviendo en el presente. Para quien escucha la voz de Dios por medio de su Hijo, Jesús, las otras voces se van perdiendo en un segundo y tercer plano, y resuena la voz más fresca, joven y entusiasmante de Cristo, que viene a traer plenitud a lo que ya Dios había dicho en voz baja, o había anunciado como una promesa, o mostraba desde lejos. Por eso hablamos de Nueva Alianza, es decir, de nueva relación, ¡es la misma que antes, pero distinta! “El Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo”, expresa lacónicamente san Agustín. La diferencia se reconoce en la vivencia, aquella que se despierta a partir del llamado a vivir en estrecho vínculo con el Hijo de Dios, a traspasar la puerta que irá introduciendo progresivamente en la amistad con el Señor: “Desde ahora los llamaré amigos” (Jn 15, 15).

Las primeras palabras de Jesús anuncian este momento final, definitivo, culminante en la historia de la relación entre Dios y los hombres: “El plazo se ha cumplido. El reino de Dios está llegando.” (Mc 1, 15). Hay un tiempo de espera que ha concluido, y ese tiempo incluye hoy a todos los hombres. Jesús nos anuncia que la espera tiene un plazo, es decir, que no es indefinida, y que, además, tiene un sentido que la salva del fracaso. Hay algo que permite que las esperanzas más profundas que mueven el corazón de cada uno de nosotros se alcancen, se cumplan.

Los deseos imposibles

Las palabras de Jesús, tan breves, están dirigidas a la expectativa esencial que palpita en lo hondo de nuestras inquietudes: ¿qué deseo verdaderamente para mi vida, qué es aquello que no termino de alcanzar y proporciona paz, alegría, pureza, inocencia, frescura, comunicación y futuro en mi existencia?, ¿cómo lograr salir de las tristezas y pesares que me invaden, las cargas que gravan mis días, los miedos que me repliegan en mi escondite, las pasiones que me atemorizan?, ¿cuánto más deberé vivir con ciertas culpas, con esos reproches que me perturban y claman por una respuesta que debo pero no puedo dar, con esas faltas que cometí pero no me es posible reparar?, ¿cómo encontrar la verdad sobre mí mismo?, ¿qué camino emprender para ser feliz, sin engañarme?, ¿qué puedo dar de mí mismo que sea valioso para los demás?, ¿quién podrá comprenderme, quién podrá quererme, quién podrá aceptarme sin más, quién podrá amarme tal como yo lo desearía, o lo he deseado y, en lo más íntimo de mí, si he de ser sincero, no he dejado de desear jamás?

Es difícil expresar lo que cada uno desea y busca en lo más profundo, y aquello que lo perturba en lo más hondo también. Lo cierto es que cada cual, “con su aspiración al infinito y a la dicha” (CEC 33), se siente atraído hacia una grandeza que de por sí no puede alcanzar, porque el límite nos acecha a todos: 

Felina, fina, amarilla
la orilla.
Yo la miraba.
Cerca del alma moría,
callada.
Cuando volví la mirada,
una larga playa iba
abriéndoseme en el alma.

               (Amanda Berenguer, Contracanto, poema 15)

Los mundos inaccesibles

“No son las estrellas del cielo ni las profundidades del mar lo que anhela mi alma. Todo esto se puede medir, es demasiado pequeño. Siento que mi alma es en mí mayor que lo más grande y nada de lo que ven mis ojos, nada de lo que conozco es capaz de saciarla. Sollozando está en mí a causa de una indecible nostalgia”, nos cuenta en su diario íntimo, en que narra detalladamente su proceso de conversión, el poeta holandés Pieter Van der Meer de Walcheren. Y dice también: “Debe existir algo enorme que yo ni siquiera presumo”. La