Les cuento una historia verídica:

Esperaba pacientemente una señora en una destartalada parada de autobús. Comenzó a llover y aquella pobre mujer, sin resguardo alguno, se mojaba sin remedio. En éstas estaba cuando pasó a toda  velocidad el autobús, sin que ella, ya mojada, pudiera hacer que parara.

-         “Será que viene otro enseguida” – pensó aquella mujer.  

 Pero pasó mucho más que un buen rato.

Había parado de llover. Un autobús paró, al fin, casi una hora después. ¡Un autobús!

Subió y sacó el billete mientras le decía al conductor:

 -         “Un compañero suyo pasó hace mucho, pero iba a toda velocidad y no paró”.

-         “No era un compañero, era yo –contestó impasible el conductor-.Iba retrasado y debía llegar bien a término”.

La cara de estupefacción de la buena mujer sería seguramente indescriptible, porque sólo acertó a decir:

-         “Pero... hijo, ¿y el amor al prójimo? ¡Me estaba empapando!”

Me cuentan que el conductor sólo sabía mirarla intentando descifrar qué sería eso del “amor al prójimo”.

Esto ocurre ya cuando llamamos a algunas cosas por su nombre: que no nos entienden.

El amar al prójimo por Dios comienza a ser desconocido. Tal vez debía haberle preguntado por la solidaridad o la empatía, aunque no creo que hubiera mejorado el resultado.


Athos