Si leemos el Evangelio de hoy nos encontramos unas bienaventuranzas muy actuales. ¿Cuántos católicos son proscritos por ser fieles a Cristo? Muchos, demasiados. No sólo fuera de la Iglesia, sino dentro de la misma. Basta señalar lo esencial, para muchos católicos se sientan atacados. ¿Qué sentido tiene sentirse atacados? El maligno ha sabido introducir en nuestro corazón rencor y oscuridad. Cuando la Luz del Señor se acerca, nos sentimos atacados porque nos duele la profunda herida que llevamos dentro. Por medio de este dolor, el maligno nos convierte en sus marionetas. Marionetas que buscan propagar el dolor que llevan dentro, como si el dolor que creamos en los demás pudiera aminorar el que llevamos dentro. Pasa justamente lo contrario.

En estos momentos es casi imposible de dialogar entre nosotros de aspectos esenciales de nuestra fe. En el mejor de los casos, se puede hablar de temas tangencialmente relacionados con la fe o con la cultura asociada a la misma. Lo normal es hablar de diversidades y tolerancias difusas e inconcretas. Dicho de otra forma: dialogar desde la indiferencia y la lejanía mutua. ¿Triste? Tristísimo, pero tengamos la esperanza más fuerte que nunca. La tristeza que proviene de la fidelidad a Cristo conlleva la bienaventuranza prometida. Leamos lo que San Juan Crisóstomo nos dice:

Cuando la tristeza se experimenta por causa de Dios, ella nos alcanza la gracia de hacer penitencia para poder obtener la salvación. Esta tristeza es el fundamento de la alegría. Por lo que sigue: "Porque reiréis". Cuando nada podemos hacer en bien de aquellos por quienes lloramos, el beneficio recae sobre nosotros. El que llora de este modo los males ajenos, no dejará de llorar sus propios pecados; más aún, no caerá tan fácilmente en el pecado. No nos fijemos en las cosas de esta vida breve, sino suspiremos por las de la eterna; no busquemos las delicias de donde nace muchas veces el llanto y el dolor, sino entristezcámonos con la tristeza que nos alcanza el perdón. Suele suceder que encuentra al Señor el que llora; pero el que ríe no lo encuentra nunca. (San Juan Crisóstomo, hom 18, ad prop. Antioch)

Sin duda, como dice San Juan Crisóstomo, “El que llora de este modo los males ajenos, no dejará de llorar sus propios pecados” y “esta tristeza es el fundamento de la alegría”. Seamos conscientes que no se trata de una alegría de anuncio de pasta de dientes, como algunos nos quieren hacer creer. Es la alegría que procede de la paz de corazón y la serenidad de mente. No es una alegría de carcajada y bailoteo sin sentido alguno. Es sencillamente sentir que el Señor nos bendice cuando nos sentimos maltratados. La tristeza proviene de ver en nuestros hermanos nuestros propios pecados.

La tristeza de ser incapaces de explicarles que en el sincero y profundo arrepentimiento, nuestras debilidades e impotencias nos acercan. Lo que soberbia separa, la humildad reúne de nuevo.

Dice San Juan Crisóstomo que “suele suceder que encuentra al Señor el que llora; pero el que ríe no lo encuentra nunca”. ¿Por qué esto es así? Porque quien llora siente en su interior la fragilidad del publicano que lloraba escondido sus limitaciones y pecados. La fragilidad nos lleva a la humildad y la humildad que predispone a dejarse tocar por Cristo para ser sanados. Nada somos sin Cristo. De nada valen nuestras fuerzas. Nadie construye algo que el Señor no construye junto a él. Somos simples sarmientos que nada podemos sin el Señor. Si somos azotados por los vientos del mundo, el dolor nos hace darnos cuenta que el Cepa (Cristo) es lo que nos da la vida y nos ayuda a seguir adelante minuto a minuto. Esa es nuestra esperanza y verdadera felicidad. Si nos sentimos maltratados, miremos nuestro corazón. ¿Hay paz y serenidad? Entonces estamos en el camino. ¿Hay dolor, rencor y ansias de venganza? Entonces algo no funciona.