Eran las diez horas de una calurosa mañana de verano cuando cuatro hombres dispares  partieron en furgoneta, desde Madrid, rumbo a la aldea bosnia de Medjugorje. Los viajeros eran un padre de familia numerosa que dejó a su familia de vacaciones en la playa; un fraile inmerso en uno de esos procesos de discernimiento que nos asaltan a todos de vez en cuando durante la vida; un joven de 29 años cuya historia había saltado en pedazos no hacía tanto tiempo; y un estudiante de 21 ante el abismo de la vida adulta que le llegaba. Por delante les quedaban más de dos mil kilómetros de ida -y otros tantos de vuelta- y en su equipaje apenas contaban con unas latas de sardinas, fiambres, un saco de dormir, dos mantas y sendas linternas. No tenían ni idea de qué se iban a encontrar, pero sin embargo sabían que tenían que ir a ese viaje por el sencillo hecho de descubrirlo.

Como si hubiesen sido llevados por una fuerza para ellos desconocida, llegaron a su destino en menos de 30 horas, en una Citroen Jumpy industrial tan incómoda para viajar como puede serlo una cabina de teléfonos. ¿Cómo lo hicieron? Ni ellos lo recuerdan, lo que sí que cuentan es que no fue por tener prisa, sino que más bien condujeron sin parar porque era Alguien, Otro, el que la tenía por ellos.

Su viaje se convirtió en peregrinación y aunque de ella regresaron seis días después, en realidad, ese fue el inicio de otro trayecto aún más largo. Partieron como digo de Madrid, la mañana del 31 de julio de 2006 y aunque regresaron a casa una semana después, aquel fue un viaje sin retorno, del que ellos nunca volvieron, al menos como se fueron. Entonces no se dieron cuenta, pero con los años han sabido ver que convertirse en peregrinos de aquella furgoneta fue hacer un viaje sin billete de vuelta.

Allí vieron cosas nuevas, gentes venidas desde todas partes de la Tierra que se reunían en torno a algo con la misma fuerza y la misma llamada con la que ellos cuatro habían sido llevados a ese lugar que parecía más de otro planeta.

Esa llamada que hizo a nuestro cuatro amigos presentes en medio de otros tantos miles como ellos, colgaba de una percha tan absurda e irracional como el testimonio que dan desde 1981 seis chavales -hoy hombres y mujeres- de la aldea, a cerca de las apariciones, visitas diarias que tienen de la Virgen María.

Los viajeros escucharon esos testimonios de viva voz de cinco de los seis, que hablaban con una cercanía y sencillez inusitada sobre una joven judía nacida en la lejana Palestina de hace dos mil años y que ha pasado a la Historia como la Madre de Jesús.

Todo lo que sobre ella se ha enseñado y dicho a lo largo de la Historia, estos hombres lo explicaban con la cercanía de quien hubiese estado con ella allí, en Belén, en Nazaret, en Jerusalén… Parecía como si la hubiesen conocido, como si la hubiesen tocado, como si realmente hablasen con ella. En sus testimonios hacían fácil de entender lo que no tiene explicación humana, lo que ni los teólogos han sabido colocar en el corazón del hombre a base de romperse la cabeza con estudios interminables y libros de los llamados de cabecera; en sus miradas irradiaban la confianza del que no gana nada por contar lo que cuenta; en sus gestos se notaba una paz envidiada. Se movían, hablaban y vivían como ángeles sin alas, o si lo prefieres, como hombres que vivían más del cielo que de la Tierra, aunque con la normalidad del que sabe que en casa le espera una familia, un trabajo, un problema de salud, una tarea…

Ninguno de nuestros cuatro amigos vio a la Virgen María, ni de lejos, ni de cerca. Durante esos seis días de viaje se les pasó de todo por la cabeza: locura, engaño, pérdida de tiempo, duda… Sin embargo, cada cual en un momento que solo él sabe, obtuvieron una respuesta: la certeza de que no habían ido ellos allí, sino de que habían sido llamados y llevados; la certeza de que no  fue un viaje en balde, sino necesario para sus vidas; la certeza de que el viaje no se acababa en el viaje, sino que tenían trabajo para la vuelta.

El último de sus seis días de peregrinación, los cuatro viajeros tuvieron dos regalos maravillosos que no podrán olvidar jamás, y que nadie nunca les podrá rebatir, ni quitar, ni negar. El primero de ellos, un encuentro con un fraile de metro noventa y manos tan grandes como las zarpas de un oso, solo comparables por su tamaño y fuerza a la de ese corazón arrasado por el fuego del amor que escondía en su pecho, prendido en llamas como por una fuente de queroseno inagotable que incendia con la mirada a todo aquel que se cruza con ella.
El segundo regalo fue una despedida, pero no una más, no una cualquiera. Fue una despedida tangible, inolvidable, que dejó en ellos una huella indeleble no en la piel como los tatuajes o las cicatrices, sino en el alma, como una gracia divina que confirma que nada fue inventado. A partir de ahí, carretera y manta. Ya estaban de vuelta.

Al volver a casa, cada uno de ellos siguió con su vida como si nada hubiese pasado y sin embargo se dieron cuenta de que nada estaba como siempre había estado. A su alrededor todo seguía igual, sí. La magia no existe y la verdad es auténtica, no deja espacio para los sueños. Ha sido el paso del tiempo lo que les ha dado la oportunidad de reconocer por qué nada fue igual desde entonces, a pesar de que nada a su alrededor había cambiado: El cambio se había dado en su interior, y aunque la vida ha seguido teniendo sus piedras y nubarrones, como para cualquier hombre corriente, aunque ellos saben que todo sigue igual, viven desde entonces siendo diferentes.

Al probar la delicia de lo que probaron, su ser más íntimo se inflamó de un fuego inapagable, incombustible. Se les ve en los ojos, se les nota en el tono de voz. Su yo más íntimo se armó de un valor asombroso que les hizo compartir sin miedo ni vergüenza asuntos que tan solo unos días antes hubiesen ignorado; Se vieron sorprendidos por una necesidad de compartir con quienes fuese algo ajeno a ellos a lo que era imposible poner palabras. Y como no pudieron, pues no se las pusieron y decidieron construir hechos, cada uno a su manera.

Cada cual sacó sus propias conclusiones y encontró su camino en medio de esa vorágine escondida que nadie veía, pero que reflejaba en sus argumentos sobre asuntos de la vida una autoridad y convencimiento que hacía que ni sus hermanos y amigos, esposa e hijos, les reconocieran. Fue así como el padre de familia, como si no tuviera otros problemas y preocupaciones, se decidió a llevar el verano siguiente a tantas personas como cupieran en un autobús al mismo lugar del que ni él mismo ni sus amigos habían regresado del todo como se fueron. Se atrevió a sacarles a cincuenta desconocidos ese billete de ida de un viaje sin retorno, del que se vuelve siendo diferente.

Al proyecto lo llamaron Medjujoven y seis años después y sin ningún tipo de apoyo institucional ni de otra índole, han sido ya cuatrocientas las personas que se han embarcado en él, con ellos, en un viaje en autobús de más de tres días, durmiendo en campings, comiendo de lata, sufriendo atascos, averías, tormentas nocturnas, frío continental  o calor abrasador, pérdidas en ruta, gastos extras y todo tipo de avatares y aventuras que muy pocos pueden comprender cuando se les cuenta. Sin embargo, este año 2012, los dos autobuses de los años anteriores son pocos. El testimonio de quienes han probado esta auténtica peregrinación ha hecho necesario que este 2012 sean tres los autocares necesarios. Como en aquel 2006, parece ser que Alguien tiene prisa en que sean más los que le saboreen.

Quienes lo organizan no saben nada de quienes irán a este viaje, ni qué sucederá en él. No tienen ni idea de qué y cómo lo vivirán, de cuáles son las motivaciones de los que vayan con ellos, ni sus proyectos, ni sus miedos, ni sus ilusiones. No saben de dónde vendrán ni por qué. No saben nada de nada.



Quienes lo organizan no lo hacen por diversión, ni por dinero, ni porque se aburran, ni porque no tengan otros planes en los que gastar sus vacaciones. Tan solo han sentido la llamada de hacerlo, y hacerlo aumentando el pasaje, con lo que eso conlleva, y cuando les miras a los ojos y hablas con ellos, te das cuenta de que no es que hayan dicho que sí a esa inquietud, a esa llamada, sino que sabiendo lo que ya saben, no han podido decir que no. Es el fuego que no se apaga, el amor más intenso, la alegría de compartir algo muy, muy bueno.

Habrá sacrificios de por medio, gente que dejan en casa unos días con oraciones y recuerdos de por medio, planes alternativos que se quedarán otros en cambio de ellos, incomprensiones, dudas, miradas raras y todo eso. Así van, así se lo toman. De tanto como les ocupará este trabajo, ellos solo pueden decir una cosa y es que por muchas ideas que se te hayan pasado por la cabeza al leer este texto, lo único cierto, es que tú tampoco sabes nada sobre todo esto. Es más, por mucho que te imagines, no te acercarás a la realidad ni de lejos.

Mira, para que seis años después esto no haya acabado mal y encima siga creciendo, la única explicación es que quien lo planea sea un tal Dios, Aquel cuya única respuesta a tu atrevimiento es el amor. No porque tú te ofrezcas y Él te lo de a cambio en un negocio calculado con sumas y rédito, sino porque Él te amó primero y con este viaje te abres a aceptarlo, a acogerlo.

¿Tienes miedo? Sí, el amor duele, pero es amor, y fuera de él, el mismo sufrimiento duele tanto como dentro, pero sin sentido ni concierto. Sin esperanza ni alegría, sin consuelo.

Yo te digo que la única forma de saber lo que pasaría en ese viaje contigo dentro es formando parte de él, sacando un billete en uno de esos autobuses, aún sabiendo que el billete es solo de ida. Con vuelta, sí, pero sabiendo que el que da esta oportunidad a Dios, vuelve cambiado. Como si fuese otro el que regresa, o como si quien volviese fuese aquel que nunca debió de dejar de ser como Dios lo había pensado, amado y hecho. El reto de averiguarlo es sin duda uno de los más grandes de tu vida.

Los cambios dan miedo, más aún a medida que vas creciendo. Aún así y a mis 35 palos, yo ya he sacado mi billete de ida. La vuelta será como Dios quiera.


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