Somos nada. Pero somos hijos de Dios. Aunque a veces nos creemos casi Dios, o por contra -soberbia, soberbia- pensamos que no tenemos remedio y la esperanza se nos desespera entre unas cosas y otras. 

 

El caso es contar con el amor de Dios, con Su misericordia, perdón, ternura, mimo y amorosa Providencia. Él es el que lo hace todo, Él se ocupa de todo si confiamos, si aprendemos a ser humildes, a darnos cuenta. Cualquier cosita, por pequeña que sea, por Dios, se torna en infinita. 

 

También el sufrimiento y tantas agonías. ¿Qué es el hombre sin Dios, sin Su padre amorosísimo? Miremos a nuestro alrededor, abramos los periódicos o veamos los telediarios o salgamos a la calle. O leamos libros o Internet. "¿Por qué se amotinan las naciones?", dice el salmo II. 

La metafísica se está quedando sin metafísica, la vida sin norte, la mirada sin luz... ¿Dónde se ha metido la felicidad, dónde la poesía o la conciencia? Sin Dios todo lo demás se queda seco, inane, como muerto, como sin belleza y resplandor. 

 

Pidamos, pidamos, pidamos. Con sencillez y constancia. La humanidad necesita el amor a Dios. Todos necesitamos de ese cariño sobrenatural, de esa conversión, de esa revelación que sólo viene del corazón de Cristo, Suma Claridad. 

 

El mundo, las diversas culturas, los gobiernos, cada uno de nosotros, no puede vivir sin estar a bien con Dios, sin enamorarnos de Él, sin tener en cuenta Su parecer. Sin Dios no hay paz, no hay gozo real, no vemos los mismos colores, no acertamos con la sonrisa o la paz. 

 

Confiemos, sí, confiemos. Porque no somos nada, porque la mitad de la vida -o más- andamos desperdigados, perdidos, como mucho con una vela a Dios y otra al diablo. Así de comodones y de conformistas, así de pecadores y de rebeldes. Y de aburridos.