“Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre”. (Jn 1, 10-11)

 

Este fragmento del Evangelio de San Juan quizá contenga el texto más duro de todo el Nuevo Testamento: “Vino a su casa y los suyos no le recibieron”. Dios concede a los hombres el honor de hacerse hombre y éstos, en lugar de alegrarse y agradecérselo, le cierran las puertas de sus corazones. Si el Señor hubiera acudido cargado de ricos presentes –milagros, curaciones, millones, poder-, entonces sí le habrían recibido, como le recibieron entre aplausos cuando hacía milagros y les daba de comer gratis. En cambio, como vino pobre y humilde, niño de Belén y Crucificado del Gólgota, los hombres dijeron que no era un verdadero Dios, que era un fraude, que tenían crisis de fe en ese Dios que no podía hacer milagros ni resolverles todos sus problemas. ¿Crisis de fe en Dios? ¿En qué Dios? ¿En el Dios de Belén o en el Dios que se parece al genio de la lámpara de Aladino que está para satisfacer nuestros deseos?

Que el Señor no tenga que decir de nosotros que no le recibimos. Que no se quede a la puerta de nuestro hogar eternamente esperando. Aunque no atendiera nunca ni una sola de nuestras súplicas, aunque pareciera que sus oídos son sordos a nuestros lamentos, que nuestra casa esté siempre abierta a Él, porque en realidad Él es el tesoro, el regalo, el milagro, la salud, la felicidad, todo don. Y para abrirle la puerta de nuestra casa, nada mejor que la oración, la penitencia, la comunión, las buenas obras, la misericordia.