Uno de los reproches más frecuentes contra la Iglesia es la de ser una institución cerrada e intransigente, incapaz de escuchar otras opiniones y que condena todas las demás formas de pensamiento, por lo que a lo largo de la historia ha impuesto por la fuerza su modo de pensar. Por todo ello sería marcadamente antidemocrática y por tanto alejada de los valores más importantes de la modernidad.

            Es indudable que uno de los valores más destacados de la cultura democrática es el pluralismo, que consiste en esa capacidad de aceptar y convivir con personas con otra cultura y otra forma de pensar, con otras costumbres, pero a la vez cumpliendo una ley común. Esto exige respeto recíproco, diálogo e incluso amistad y cooperación. Es preciso aclarar que el justo pluralismo, para que sea tal, debe permitir a cada grupo humano mantener sus creencias, sus costumbres, su modo de ver y de vivir la propia vida. Es decir, que una de sus características más destacadas del pluralismo democrático sería el respeto a las minorías.

            Sería interesante revisar y matizar la historia de la Iglesia con sus luces y sus sombras, pero creo que es más interesante ahora mirar la situación actual, que es la que nos toca vivir a nosotros y  que tenemos que juzgar y mejorar en lo posible. El que conozca mínimamente la posición de la Iglesia con respecto a las otras iglesias y a las demás religiones, se habrá dado cuenta de que existe un rico diálogo. Dentro incluso de la Iglesia, los Sínodos de obispos, los Sínodos de las iglesias nacionales o locales, las continuas reuniones de reflexión y diálogo, muestran una comunidad eclesial que consulta, que escucha, que dialoga. Dentro de la vida consagrada se eligen las autoridades escuchando a todos e incluso votando.

            Es cierto que no se ha renunciado a los dogmas, ni se hará jamás, ni a la exigente moral que tanto choca con las tendencias modernas. Pero no olvidemos que la convivencia democrática se fundamenta en el respeto de las minorías, y que por tanto no exige en ninguna manera la renuncia a los propios principios religiosos o éticos, que pertenecen a los derechos fundamentales de toda persona humana.

            Por otra parte, se está imponiendo, y subrayo el verbo “imponer”, una cultura que pretende que exista un estilo de vida o un modelo de sociedad que todos deben aceptar y ante el cual no cabe la objeción de conciencia, lo que se ha llamado “el pensamiento único”. Como consecuencia se persigue, se insulta y se descalifica a todo aquel que no esté de acuerdo. Esto se llama “intransigencia”. Se aplasta a las minorías con el pretexto de que se oponen a los principios democráticos, cuando son dichos principios los que deberían proteger a esas minorías. Esta nueva moral universal es en sí misma contradictoria porque mientras proclama el relativismo moral, pretende imponer la ideología de género, el libertinaje sexual o el aborto libre como dogmas indiscutibles de la modernidad que nadie puede rechazar.

            No es de extrañar que los que detentan este dogmatismo intransigente se nieguen a apoyar o defender las minorías cristianas y no cristianas, sangrientamente perseguidas en varios países asiáticos y africanos.