Hermanos, hagan lo que hagan, deben mostrarse caritativos y alegres los unos con los otros. El que trabaja hablará así al que ora: “El tesoro que mi hermano posee, yo lo tengo también, pues todo lo nuestro es común” Por su parte, el que ora dirá al que lee: “El beneficio que saca de su lectura me enriquece, a mí también”. Y el que trabaja dirá aún: “Es en interés de la comunidad que yo cumpla este servicio.”

 

Los muchos miembros del cuerpo no forman más que un sólo cuerpo y se sostienen mutuamente cumpliendo cada uno su labor. El ojo ve por todo el cuerpo; la mano trabaja por los otros miembros; el pie caminando, los lleva a todos; un miembro sufre cuando otro sufre. He aquí como los hermanos se deben comportar los unos con los otros (cf. Rm12, 4-5). El que ora no juzgará al que trabaja porque no ora. El que trabaja no juzgará al que ora... El que sirve no juzgará a los otros. Al contrario, cada uno, que haga, y actué para la gloria de Dios (cf.1Co 10,31; 2Co 4, 15).

 

Así una gran concordia y una serena armonía formarán “el vínculo de la paz” (Ef 4,3), que los unirá entre ellos y los hará vivir con trasparencia y sencillez bajo la mirada benévola de Dios. Lo esencial, evidentemente es perseverar en la oración. Además una sola cosa es condición: cada uno debe poseer en su corazón el tesoro que es la presencia viva y espiritual del Señor. El que trabaja, ora, lee, debe poder decir que posee el bien imperecedero que es el Espíritu Santo. (San Macario. Tercera homilía, 1-3)

 

Comunidad. Bonita y profunda palabra. ¿Qué es para nosotros la comunidad? ¿Podemos vivir realmente unidos a otros hermanos como si fuéramos un solo cuerpo? La Iglesia es comunidad y cuerpo místico de Cristo ¿Cómo entendemos esto? 

Mi experiencia me dice que muchos católicos no aceptamos el vínculo real que tenemos dentro de la Iglesia. Pensamos que la salvación es un camino personal, que debe andar cada uno por separado. ¿Somos realmente cristianos si pensamos, sentimos y actuamos de esa forma? Me temo que no. Cristo está entre nosotros cuando nos reunimos en Su Nombre, no cuando vamos cada cual por nuestra parte. 

Vivir el cristianismo de manera individual es un hecho diabólico, ya que nos separa generando soledad. Vivir la Fe en solitario nos lleva a la desesperación y a abandonar con facilidad lo que creemos. ¿Para qué nos sirve una religión que no nos une? La palabra religión proviene del verbo latino re-ligare, re-unir. 

Así una gran concordia y una serena armonía formarán “el vínculo de la paz” (Ef 4,3), que los unirá entre ellos y los hará vivir con trasparencia y sencillez bajo la mirada benévola de Dios. No es sencillo llegar a esa concordia y a la serena armonía que San Macario nos indica. En el camino de la vida nos encontraremos con muchas situaciones de ruptura y separaciones que no entendemos. El enemigo vence cada vez que abandonamos el desafío de lograr la concordia. Evidentemente es más fácil darse por vencido que esforzarnos por limar las aristas que nos separan. Es más fácil aceptar la derrota en lo común y centrarnos en lo individual, que suele ser lo que más nos importa. ¿Transparencia y sencillez? Claro, la confianza sólo se hace evidente si no escondemos nada a los demás y actuamos sin segundas intenciones. 

San Macario no señala un elemento importante: Lo esencial, evidentemente es perseverar en la oración. ¿Oramos para que Dios nos ayude a integrarnos en la comunidad eclesial? ¿Oramos a Dios para que nos ayude a que nuestras expectativas individuales se plieguen al bien comunitario? El mismo Cristo oró al Padre por nuestra unidad. ¿Por qué nos da tanta grima la oración? Llega a parecernos que orar está contra la modernidad y que si la evidenciamos, nos ganaremos el rechazo de los demás. Orar parece que da mala imagen. Que triste es oírlo tan a menudo y ser conscientes que en el fondo a nosotros también nos lo parece. 

En el texto de San Macario aparece un elemento muy interesante: la felicidad por el don que tiene nuestro hermano. Si entendemos que ese don es un regalo que Dios entrega a la comunidad, a lo mejor dejamos de envidiar a quien lo ha recibido. Si nosotros somos quienes lo poseemos, entendamos que ese don no nuestro, sino un regalo que Dios nos ha dado para que lo pongamos al servicio de los demás. Es la única manera de que la concordia y la armonía florezcan entre nosotros con transparencia y sencillez. 

Quiera el Señor darnos fuerzas para continuar adelante en el camino de la unidad.