Es uno de los dones del Espíritu Santo que, como todos, de una parte es don y de otra, tarea. La tarea es tanto más ineludible, cuanto más difícil es mantener la actitud que supone el don.

Parece bastante claro que para vivir, ante la propia conciencia y como testimonio, las actitudes del Evangelio necesitamos hoy una elevada dosis de fortaleza. Para transmitir algo de lo que pienso acerca de la fortaleza cristiana, me valdré hoy de dos anécdotas montañeras.

A) Fortaleza con uno mismo.
Sucedió durante la semana que a los montañeros de la parroquia los conducía en verano a la alta montaña. Más tarde lo hice también con los seminaristas que tuve en mis dos diócesis. Aquella noche preparábamos la ascensión, a la mañana siguiente, a un “tres mil” pirenaico. Carlos, un muchacho del grupo, sólo nos acompañaba cuando la ascensión era fácil, porque solía tener vértigo. Aquella noche, sin embargo, me sorprendió, porque estaba decidido a subir.

En cuanto la ascensión recomendó encordarnos, le puse como segundo mío, encordado muy cerca para darle más confianza. Durante horas puso toda su voluntad en cada movimiento. La cuesta cimera estaba defendida por un nevero largo y de fuerte inclinación. Pensé que se quedaría al pié del mismo, y así se lo recomendé. Pero no: estaba decidido a ascender hasta la cumbre. Y lo consiguió clavando cada vez, en cada paso, su piolet y sus crampones, pero cada vez con mayor soltura.
En lo alto, todas las cordadas felicitaron a Carlos. Había vencido su vértigo. Había “hecho cima”.

Fortaleza es justamente sobreponerse a lo que impide la ascensión de nuestro espíritu: ante lo que se interpone ante la meta propuesta. Ello puede ser o por nuestra propia flaqueza o por las dificultades ambientales. Para que no nos venzan unas u otras no hay otro medio que crecer en la virtud de la fortaleza: utilizar a fondo la voluntad fortalecida por el don del Espíritu y por la perseverancia en las acciones

B) Fortaleza ante el ambiente.
Aún quedaba sol en las crestas graníticas de Gredos cuando llegamos a una choza de pastores en nuestro regreso del interior del macizo. Uno de los nuestros bajaba un poco enfermo. Dándose cuenta el pastor, que vivía allí aquellos meses con su familia, no permitió que plantáramos las tiendas: nos hizo entrar. Era un lugar sencillo y pobre, pero hermoso. Sólo granito y troncos de pinos.

Junto al fuego, tres niños se disponían a cenar en una mesa baja. Mientras ordenábamos las mochilas en el interior del chozo, oí el vozarrón del pastor que decía: “¿Vergüenza de rezar? Pues vergüenza de cenar. ¡A dormir!”. Y encarándose conmigo, dijo: “En mi casa se reza antes de cada comida. Y éste –añadió señalando a uno de sus hijos- porque les ha visto a ustedes, tiene vergüenza de rezar esta noche. Pues, si no reza, no cena”.

No sé si a mis lectores les parecerá excesiva la seriedad de aquel pastor castellano. De cualquier modo, él quería para sus hijos fortaleza en la manifestación de la fe.
Aceptemos que, a la manifiesta falta de fortaleza actual para el comportamiento cristiano ante los demás, no le iría mal una dosis de la reciedumbre de aquel castellano de Gredos, que hace años nos ofreció en la noche un techo y una lección de fortaleza.