El Jueves Santo por la tarde, como oficio vespertino, terminada la Cuaresma a la hora de Nona (sobre las tres de la tarde), una celebración litúrgica especial congrega al pueblo cristiano para abrir el tiempo santísimo del Triduo pascual. 

 

 

 

La Iglesia se reúne en una única Eucaristía en cada iglesia, para conmemorar la institución de la Eucaristía por el Señor en el marco de la Ultima Cena, la Cena pascual, la institución del sacerdocio (en virtud del “haced esto” dicho a los apóstoles) y el mandato del amor fraterno. 

 

 Esta Misa vespertina del Jueves Santo “en la Cena del Señor” es el oficio de Vísperas que que viviremos el Viernes y Sábado Santos y el Domingo de Pascua. Ésta es la perspectiva justa para vivir espiritualmente la Misa in Coena Domini: una solemne introducción a los días grandes y santos. Y si es introducción, significa que el centro, el núcleo, es lo que viene después, la Acción litúrgica del Viernes Santo y la Eucaristía del Triduo pascual, aquella que es celebrada en la noche pascual.

 

De esta Misa del Jueves Santo poseemos testimonios de la Tradición, por ejemplo de san Agustín, o más cercano a nosotros, san Isidoro de Sevilla, quien escribe:

 

 

 

Durante siglos la Misa vespertina del Jueves Santo se desplazó a la mañana del Jueves Santo (¿era esa hora ritual conveniente para conmemorar la Cena del Señor?, ¿es esa hora matinal la conveniente para un oficio vespertino?), revestida de grandísima solemnidad, convirtiéndose casi en la única celebración litúrgica en la que participaban los fieles, desplazando la asistencia del Oficio del Viernes y sobre todo anulando la Vigilia pascual (que perdió igualmente el carácter nocturno para desplazarse a la mañana del sábado).

 

Gracias a la reforma del Ordo de la Semana Santa de Pío XII, las distintas celebraciones quedaron enmarcadas en su horario natural, aun cuando el peso de muchos siglos se hace sentir aún, Por tanto, el peso litúrgico y espiritual que ahora recae exclusivamente sobre la celebración vespertina del Jueves Santo en tantas parroquias y monasterios, debe –y esto es tarea de la educación litúrgica y espiritual- volver a su lugar primigenio, la noche de la Pascua: la solemnidad y belleza de los cantos, el exorno floral, las mejores alfombras, los mejores cálices y patenas, las vestiduras litúrgicas más bellas, el ambiente espiritual... Por ejemplo, aún hoy, el mejor cáliz se reserva para el día de Navidad y el Jueves Santo, pero no para la Vigilia pascual; el Jueves Santo se ha extendido la costumbre laudable de distribuir la Comunión con las dos especies, pero en la Noche santísima de la Pascua, se distribuye sólo con la especie de pan, sin Comunión con la Sangre del Señor.

 

Se trata de un retorno al equilibrio del Triduo pascual que va en línea ascendente desde la Misa in Coena Domini a su punto álgido la noche de Pascua y el domingo de Resurrección. Para ello habrá ayudado la predicación constante sobre el Triduo pascual y la Vigilia en homilías, catequesis y retiros, que enfocarán correctamente la Cuaresma hacia los sacramentos pascuales. Si no fuere así, todo se vive fragmentado: la Cuaresma como un todo en sí mismo sin ninguna finalidad más que ella misma; el Domingo de Ramos y el Jueves santo enraizado en las prácticas de piedad, y el declive de participación, vivencia y cuidado en la Liturgia del Viernes Santo y en la Vigilia pascual.

 

En cuanto a , realmente entrañable, incluso conmovedor, las normas actuales prescriben:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Carta sobre las fiestas pascuales, nn. 48-57).

En la reserva eucarística solemne del Jueves Santo, se guardan los copones con las formas consagradas necesarias para que el pueblo cristiano pueda comulgar el Viernes Santo así como los enfermos y moribundos. Pero ninguna Hostia grande consagrada puesto que bajo ningún concepto hay exposición del Santísimo; se trata precisamente de "reservar", de "conservar" el Cuerpo sacramental del Señor para la comunión, como cualquier sagrario durante el resto del año, pero de manera más solemne.