Hay corrientes contraculturales para un cristiano, en nuestro tiempo, que conviene de vez en cuando clarificar tomando conciencia de ellas, a fin de tener criterios claros en el comportamiento personal.

Se nos habla frecuentemente del “paternalismo” como una degeneración del sentimiento paterno o materno que mantiene en una situación de infantilismo a los hijos. Es cierto que el paternalismo no es bueno; pero lo triste es que se hable mucho de paternalismo, rechazándolo, y que casi nunca se hable de “paternidad”.

Una táctica, consciente o no, pero muy repetida, en ciertos ámbitos culturales es insistir en la caricatura de valores fundamentales para arrumbarlos y cambiarlos por otros que se oponen al sentido auténtico de la dignidad de la persona.

Uno de estos valores caricaturizados es la paternidad. No se escucha mucho hablar de ella; mucho, sin embargo, de paternalismo en sentido negativo. Ello puede conducir a que muchos padres y madres se sientan acomplejados por ejercer su paternidad.

Es importante que no sólo ser padres –engendrar- sino ejercer de padres –educar- es fundamental para la formación de los hijos.

Por lo que se refiere al sentido correcto de la paternidad es fundamental recordar que Jesucristo vino a revelarnos a Dios como Padre y que, por tanto, cualquier hombre o mujer que en su sentido de paternidad o maternidad ejerce esta responsabilidad con todas sus consecuencias y en todos sus ámbitos, en tanto lo hace con conciencia recta y cuida su vida interior, se está asemejando a su Padre Dios.

Y, de modo semejante, los hijos y las hijas –tengan la edad que tuvieren-, en la medida en que aceptan la obediencia, el consentimiento fructífero para su formación a los padres, están asemejándose a Jesucristo, el Hombre-Dios, el Hijo por excelencia.
Es decir, que paternidad y filiación para un católico no pueden ser jamás objeto de ningún complejo, puesto que los padres tienen por imagen a Dios y los hijos tienen por imagen a Jesucristo en esa mutua relación. Ser padre y ser hijo es una forma de santificación; por semejanza, aunque sea lejana, con las dos primeras personas de la Trinidad. Y todo ello por el amor, que nos viene de ese Espíritu de Amor, Espíritu Santo, que es la tercera Persona de la Trinidad.