[El antiguo altar que custodiaba el cuerpo de San Francisco de Borja]

 

Alrededor de las doce, las llamas coronaban por completo el edificio, hasta el extremo de que la imponente masa humana, que contemplaba la acción destructora, tuvo que retirarse, no obstante lo ancho de la Gran Vía, ganando las calles inmediatas, porque el calor era insoportable. A las doce y media el edificio era una inmensa hoguera. A la una pudimos convencernos de que era imposible salvar nada del inmueble.

A mí, particularmente, me ha producido un profundo dolor la destrucción de esta iglesia que tenía todas mis devociones y simpatías. Tras ella ardieron el Templo Nacional de Santa Teresa, el Convento de las Maravillas de Cuatro Caminos, el de las Mercedarias de la calle de Bravo Murillo, el Instituto Católico de Artes e Industrias del Paseo de Alberto Aguilera, la iglesia de Bellas Vistas, el Colegio de los Salesianos, el convento del Sagrado Corazón de Chamartín, los que sufrieron idéntica suerte en Córdoba, Sevilla, Málaga, Cádiz, Valencia, Alicante, Murcia…

En estas horas de vandalismo inconcebible que ha vivido España, han sido destruidas inmensas riquezas, ornamentos sagrados, objetos de culto, imágenes bellas, maravillas pictóricas; en la parroquia de Santo Domingo, de Málaga, la hermosísima imagen del Santo Cristo de la Buena Muerte, obra del gran imaginero Pedro de Mena; en el templo de los PP. Franciscanos, de Murcia, una Concepción considerada como una de las más admirables creaciones escultóricas del inmortal Salzillo; en el convento de  Religiosas Capuchinas, de Alicante, varios lienzos de Ribera; en Córdoba, el popular Humilladero de la calle Candelaria [bajo estas líneas], tan admirado por turistas extranjeros…

Pero nada iguala a lo que se ha perdido en Madrid en el templo preciosísimo de la calle de la Flor. Que allí se ha quemado el cuerpo de San Francisco de Borja, General de la Compañía de Jesús, español insigne, valenciano ilustre, gloria de la mediterránea ciudad de Gandía, Caballerizo del César Carlos V, adorador de la madre de Felipe II, el apuesto galán que, ante el cuerpo corrompido de la mujer delicadamente idolatrada, cambió la gloria de su esfuerzo por la corona de la santidad.

Dice el comentario a pie de foto: El Duque de Medinaceli, jefe de la nobilísima Casa patrona y custodia de los restos de San Francisco de Borja.

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