Corren tiempos de apatía y desgana. Es un hecho. Apenas se tiene fuerza para encarar la vida. No es fácil vivir siempre a contrapelo, con tanta incertidumbre en el día a día. Corren tiempos en los que una pesada losa parece que está sobre nosotros aplastándonos los sueños, y en los que la esperanza es el mayor desafío. No estamos contentos con nada, pero es que además la insatisfacción vital -¿dónde están esas aventuras, esos paisajes, esos deseos?- nos muele el alma y nos angustia cada vez más. Nos preguntamos: “¿Qué pasa con la vida? ¿Es sólo esta desgracia?”. Y nos dejamos llevar tantas y tantas veces por la tristeza, por el desmayo, por la rebeldía, por envidias, y por esa perspectiva tan negativa de todo. Pero, ¿acaso no es verdad que este mundo nuestro parece no tener arreglo? 

¿Qué hacer Dios mío, qué hacer? El cansancio se torna amargura, y no son pocos los que se dejan caer en la desolación, o en esa amalgama de lágrimas, desilusión e impotencia. Corren tiempos donde se pone muy difícil la sonrisa, donde las miradas se desmoronan y se arrastran por el suelo (como las hojas más tristes del otoño), donde… ¿Qué hacer? Eso, ¿qué hacer para qué volvamos a creer en la felicidad, a pesar de las evidentes contradicciones y de esos desvaríos del mundo? No podemos seguir así, no podemos dejarnos llevar por esa diabólica espiral suicida. Diabólica, digo bien, que no viene de Dios tanta desesperanza. Debemos incorporarnos a esa otra forma de ver las cosas. Extender la mano a la esperanza, abrir el corazón, aceptar con bravura la batalla de la vida.
 

Difícil es, pero no imposible. Porque no estamos solos. Y no me refiero a las subvenciones o subsidios, a francachelas y demás sucursales de la estupidez humana. No, en absoluto. Me refiero al amor, a la mirada limpia de quienes nos quieren de verdad. Merece la pena luchar por lo que se ama (es la única lucha que nos procura alegría y aquello que parecía imposible). Y eso cambia por entero la perspectiva, el incentivo. Todo. Y aunque cueste, y parezca que no hay manera de salir del atolladero, ese amor nos alimenta el alma, y las ganas. Y uno se levanta de la cama con la invencible potencia de un beso, o de esa plegaria al cielo. ¿Y quién nos quiere más que Dios? Aunque creamos poco y mal en Él, aunque le despachemos con escarnios o no le tengamos en cuenta, Él Es, y está, y nos ama. No deja de lado a nadie. El amor, Su Amor, esa energía espiritual que mueve las galaxias y los genomas, y es el epicentro de la Historia y de la literatura.

Corren tiempos de desolación, de opresión, de crispación, de… Pero también de corazón. De amor. Y no todo es así de lesivo o sombrío, ni el drama es insoluble. El hombre no debe rechazar por más tiempo el milagro que constituye nuestro propio ser: ese Amor que amanece en la luz y se entrega en la Cruz por cada uno.