Cada vez que se habla de suprimir referencias religiosas, tengo que reconocer que quienes lo promueven demuestran más coherencia para el error que aquéllos que comparten los principios en los que se inspiran dichas iniciativas pero prefieren no llevarlos hasta sus últimas consecuencias.
 
En efecto, el cristianismo representa para muchos poco más que una referencia cultural, de ahí que —convenientemente aguado con vaporosos humanismos y conciliares libertades religiosas— pueda ser invocado al lado de organizaciones que han abandonado hasta las más elementales referencias de lo que representan los valores de una sociedad sana y desde las que se gestiona la corrupción económica y moral.

Al fin y al cabo, han convertido el cristianismo en poco más que una palabra hueca que no dice nada, no impone nada. Como piensa el vicesecretario de comunicación del Partido Popular, González Pons: “el apelativo cristiano no tiene connotación religiosa [sic!]… Es simplemente una manera de caracterizar a determinados partidos políticos del centro y del centro-derecha europeo”. Y no le falta razón. O que me digan, si no es así, en qué se ha notado durante estos años que el PP está inspirado, entre otras perlas, por los valores del humanismo cristiano.

Por el contrario, a quienes promueven la retirada de ésta y otras referencias religiosas, sí les molestan y se revelan ser más conscientes que los sedicentes católicos de que puede haber pocos signos más radicales que un Dios crucificado. A Él pertenecen todos los derechos y nuestro es solamente el deber de rendirle adoración. Y porque tenemos el deber de adorar a Dios, tenemos el derecho de tener nuestras iglesias, nuestras escuelas católicas. Lo mismo vale para la familia. Porque tenemos el deber de fundar una familia cristiana, tenemos el derecho de tener cuanto sirve para defender la familia cristiana. Los ejemplos podrían multiplicarse.
 
Pero lo más grave es que en España no existe nada ni remotamente parecido a lo que pudiéramos llamar un voto de identidad católica seriamente preocupado por alguna de estas cuestiones. Ni siquiera alcanzamos una representatividad significativa incluyendo en el “voto católico” —y es mucho conceder— a las formaciones pro-vida y pro-familia que se mueven en el ámbito de las opciones que respetan el común marco liberal.


Los católicos españoles siguen optando mayoritariamente por el PP y el PSOE, fieles a las consignas oficiales que se les han hecho llegar sin viraje constatable desde los últimos años: "nada de partidos católicos; católicos en los partidos". Y el perfil de alguno de esos "católicos en los partidos", lo dan políticos como los que desde el PSOE o el PNV apoyan la nueva ley del aborto o como los que, desde el PP, se muestran partidarios de regresar a la ley de 1985. Postura, esta última, que debería resultar difícilmente compatible con el pregonado “humanismo cristiano”.
 
El resultado son gobiernos sostenidos en las urnas por presuntos católicos que apenas difieren en el planteamiento de las cuestiones sustanciales e implantan desde el poder el laicismo más agresivo contribuyendo a la hegemonía de esa mentalidad, hoy dominante, sustrato permanente de una práctica política que es, al mismo tiempo, la consecuencia y el principal motor del proceso.



No en vano el popular González Pons cae en el gravísimo error que supone una concepción materialista de la vida y afirma que “los españoles hoy no tienen problemas ideológicos, tienen problemas económicos” cuando es precisamente al contrario: la crisis económica que padecemos hunde sus raíces en gravísimas desviaciones morales y en el terreno de los principios.

Los ocho años que el PP gobernó entre 1996 y 2004 son la mejor prueba de que carecerá de toda eficacia cualquier parcheado de la economía que deje sin resolver los gravísimos problemas “ideológicos” que hoy afectan a los españoles: defensa de la vida, articulación territorial del Estado, multiculturalidad, utilización del pasado, familia, educación… Como ha dicho Agustín Laje para el caso argentino, que guarda tantos paralelismos con el español, antes que económica, nuestra crisis es moral y el poder de las ideas es determinante. Ludwig von Mises explicó que “La historia de la humanidad es la historia de las ideas. Son las ideas, las teorías y las doctrinas las que guían la acción del hombre, determinan los fines últimos que éste persigue y la elección de los medios que emplea para alcanzar tales fines”.

En efecto, no hay verdadero problema económico que no responda -como consecuencia- a una opción de ideas, a una cuestión política y ésta, a su vez, a una cuestión religiosa:
  
M. Proudhon ha escrito en su Confesiones de un revolucionario estas notables palabras: ‘Es cosa que admira el ver de qué manera en todas nuestras cuestiones políticas tropezamos siempre con la teología’. Nada hay aquí que pueda causar sorpresa, sino la sorpresa de M. Proudhon. La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que abarca y contiene todas las cosas” (Donoso Cortés, comienzo del Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo).

Y hablando de cristianismo: en este escenario los obispos parecen poco interesados en favorecer la formación y desarrollo de organizaciones políticas de verdadera inspiración católica y parecen contentos con el papel que ellos mismos se han atribuido: convalidar escandalosas actuaciones como la del Jefe del Estado al sancionar la ley del aborto y vivir en un continuo lamento a nivel puramente teórico.

Bueno, algunos dicen que uno de ellos habló una vez de partidos cristianos en una intervención pública…, pero pronto se desdijo. Tal vez para evitar las mirada furibunda de algún que otro miembro del episcopado, de esos que piensan que los que defendemos la realeza social de Cristo somos unos colgados…