Una de las cosas que han dejado las últimas Jornadas Mundiales de la Juventud en la mentalidad y percepción de las masas, ha sido la compatibilidad que existe entre fe y juventud, fe y diversión, así como fe y creatividad, pues a veces se tiene la idea de que un joven católico tiene que ser uno de esos estudiantes que no tienen vida social por estar encerrados todo el tiempo en la biblioteca o alguien que vive lleno de frustraciones sexuales, sin embargo, la realidad es que se puede ser muy natural, es decir, divertido y, al mismo tiempo, dispuesto a vivir la propuesta de Jesús de Nazaret.
En la JMJ que se celebró el año pasado en la capital española, nos encontramos con jóvenes que sabían cantar y bailar, no obstante las incomodidades y las inclemencias del clima, lo cual, a su vez, choca con el estereotipo que han tratado de vender algunos medios de comunicación. Ser un joven católico, implica vivir con alegría y entusiasmo los acontecimientos cotidianos, descubriendo la huella de Dios en la naturaleza y en cada uno de los instantes del camino. No sólo en los momentos de crisis o dificultad, sino también en medio de los encuentros y de las fiestas que forman parte de la vida, haciéndola mucho más alegre y ligera.
Lo primero que debemos comunicar a las nuevas generaciones es que Dios busca su felicidad. Mientras no lo hagamos, difícilmente podrán hacer suya la fe que ha sido anunciada por Cristo, pues todo les sonará pesado y trasnochado. Tenemos que poner un énfasis especial en el hecho de que se puede vivir intensamente y, al mismo tiempo, darle un lugar a Dios. Un joven católico no puede ser aburrido, porque la fe implica aventurarse a dar siempre nuevos pasos.