En el año 2007, tuve la oportunidad de estudiar inglés durante cuatro meses en la ciudad de Montreal, Provincia de Québec (Canadá). Todavía recuerdo el estilo francés de sus calles, avenidas y edificios. Todas las tardes, después de clases, me gustaba ir a caminar a Mont-Royal; parque rico en ardillas y vegetación. Mi gran ilusión era ver nevar y disfrutar del paisaje, sin embargo, como llegué en agosto, tuve que esperar hasta finales de noviembre para poder contemplar la imagen nevada de la ciudad, la cual, a su vez, parecía toda una postal.
Cuando cayó la primera nevada, opté por salir a un parque que se encontraba muy cerca de la casa en la que estaba hospedado. En ese momento, con el rostro helado por los copos de nieve, me sentí tan a gusto, que me puse a platicar con Dios. Al ver todo aquello, algo dentro de mí, me inspiró y evocó la imagen del Padre Celestial. Empecé a platicarle lo bien que me sentía, haciéndole ver mi admiración y gratitud. Acto seguido, rodeado de aquel silencio nocturno, aún cuando el tiempo era lo suficientemente frío como para helar a cualquiera, entré en una atmósfera de profunda calidez. Era Dios quien, de una manera alegre y sencilla, me hacía ver que estaba conmigo a través de la naturaleza. A veces, queremos encontrarlo en los lugares más recónditos, sin embargo, lo cierto es que está justo delante de nosotros, sin embargo, como siempre andamos muy ocupados nos resulta muy difícil darnos cuenta.
Aquella noche de invierno, descubrí la huella de Dios en la naturaleza, además de haber aprendido la importancia de contemplarlo en las cosas sencillas y cotidianas de la vida, sin ocuparme o encerrarme más de la cuenta en mis pendientes. Disfrutar de la presencia de Dios, también forma parte de la fe.