A los laicos, por el estilo de vida (vocación) que llevamos, nos toca estar en espacios como la familia, el trabajo, la sociedad o la política. Y, por lo mismo, muchas veces, estamos en contacto con personas que no creen en Dios ni en la religión. Es decir, que no se plantearían hablar con algún sacerdote en el corto plazo. Lo anterior, nos vuelve, de facto, el rostro o cara visible de la Iglesia, porque en ese preciso momento no hay de por medio una capilla. Simplemente, nosotros. Y es ahí que se activa esa dimensión sacerdotal del bautismo, la de ser un puente, porque literalmente somos lo más cercano que tienen a la Iglesia y, por lo tanto, eso nos da la responsabilidad de ayudarles a tener una buena experiencia, ya que lo que hagamos o dejemos de hacer influirá en su percepción inicial. Acercamos o alejamos. No hay medias tintas.

Para hacer nuestra tarea como laicos, en el sentido de ser ese puente del que hemos hablado en el párrafo anterior, debemos evitar cuatro cosas:

-Saturar con información religiosa.

-Incomodar con gestos o palabras fuera de lugar.

-No respetar el proceso (gradual) de la persona que pregunta o cuestiona.

-Preferir el proselitismo al contagio.

En cambio, lo que toca hacer es:

-Responder con buena actitud -y fidelidad al magisterio de la Iglesia- lo que nos vayan planteando. Ser como el maestro que primero escucha y luego explica, pero siempre acompañando.

-Ser críticos con la realidad en plan constructivo. 

-Buscar los aspectos que se tengan en común.

-Recordar nuestros propios dilemas cuando empezamos a conocer la fe.

Si tienen una imagen negativa de la Iglesia, puede ser por desinformación o porque verdaderamente alguien los trató mal. En ese caso, nos toca ser esa puerta abierta que, en un momento dado, encontraron cerrada. Así, platicando de manera informal, podemos evangelizar, acercándoles, sin forzar las cosas, a la oración y los sacramentos. Nos toca ser, por lo tanto, ese rostro visible de la Iglesia que sabe proponer sin resultar pesado o invasivo.