Cuenta Jean Khamsé Vithavong, quien fuera vicario apostólico de Vientiane, capital del Laos, que cuando en 1975 el partido marxista-leninista del Pathet Lao llegó al poder, la Iglesia de Laos vivió una dramática experiencia: fueron expulsados todos los misioneros y sacerdotes extranjeros. Nos quedamos sin obispos -afirma monseñor Khamsé- y sin la mayor parte de los sacerdotes. Las autoridades cerraron los hospitales, escuelas, dispensarios; secuestraron los bienes. Nos preguntábamos: y, ahora, ¿cómo sobreviviremos? Éramos muy pocos, desperdigados y asustados. Pero estos pocos, naturales todos de Laos, volvimos a empezar la aventura cristiana. Como ya había sucedido tantas veces en el mundo. Los sacerdotes que quedábamos hicimos lo que habían hecho un siglo antes los misioneros que vinieron para darnos a conocer el catolicismo; comenzamos a visitar las comunidades diseminadas por todo el país…

Monseñor Khamsé refiere lo que sucedió con la petición de una aldea de Huei Dok Mai. “Los habitantes no habían oído hablar nunca del catolicismo. Pero unos años antes habían conocido a unos cristianos y quedaron impresionados. Después de un tiempo pidieron que fuera un sacerdote a la aldea. No pude ir allí, sino después de dos años. Ellos, sin embargo, esperaron. Y se mantuvieron firmes en su deseo. Cuando llegué me dijeron: Padre, quitaremos de los altares a nuestros dioses y nos haremos bautizar en la fe católica. Y esto era lo más asombroso, ni siquiera sabían con exactitud qué significa ser católico, pero querían convertirse.

Habían conocido a unos cristianos y quedaron impresionados… A pesar de la desconfianza propaganda en Laos por las autoridades comunistas contra las religiones, especialmente contra el catolicismo, considerada una religión extranjera, los habitantes de una aldea pedían el bautismo y muchas otras aldeas pedían sacerdotes que les administrasen los sacramentos”. 

Vuelven a resonar estas hermosas palabras del evangelio de hoy, ante Pilato y en los momentos tan dramáticos de la historia de la redención, cuando Jesús dice: Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad (Jn 18,37).

Cuando Pilato, durante el proceso, preguntó a Jesús si él era rey, la primera respuesta que oyó fue: Mi reino no es de este mundo. Y cuando el gobernador insiste y pregunta de nuevo: Luego, ¿tú eres Rey?, recibe esta respuesta: -Sí, como dices, soy Rey (Jn 18,33.37). A través de las palabras que dirige a Pilato, Jesús desvela ante nuestros ojos horizontes nuevos, tanto sobre su propia misión, como sobre el enraizamiento de la vocación del hombre en Cristo: vivir en la verdad, imitar al Señor siendo testigos de la verdad. 

San Cipriano, obispo en la primera mitad del siglo III, que en tiempos muy difíciles gobernó sabiamente la Iglesia en Cartago con sus obras y sus escritos, escribe[1]: «nunca debemos olvidar que nosotros no hemos de cumplir nuestra propia voluntad, sino la de Dios, tal como el Señor nos mandó pedir en nuestra oración cotidiana… ¿Para qué rogamos y pedimos que venga el reino de los cielos, si tanto nos deleita la cautividad terrena? ¿Por qué pedimos con tanta insistencia la pronta venida del día del reino, si nuestro deseo de servir en este mundo al diablo supera el deseo de reinar con Cristo? Si el mundo odia al cristianismo -hoy diríamos, más bien, que el mundo busca olvidar las verdades del cristianismo, que los gobiernos amordazan a la Iglesia para que su voz no sea escuchada-, ¿por qué amas al que te odia, y no sigues más bien a Cristo, que te ha redimido y te ama? Juan, en su carta, nos exhorta con palabras bien elocuentes a que no amemos al mundo ni sigamos las apetencias de la carne: No améis al mundo -dice- ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo -las pasiones de la carne y la codicia de los ojos y la arrogancia del dinero-, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo. Y el mundo pasa, con sus pasiones. Pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre…». 

Así lo escuchábamos el domingo anterior: el cielo y la tierra pasarán. Mis palabras no pasarán. Permanecer en Cristo significa permanecer en la Verdad; pide que seamos testigos -como aquellos de Laos- para que los otros se conviertan, se interroguen y busquen a Cristo, sin quedarse en nosotros. Los de Laos no pedían ser bautizados en el nombre de los testigos, sino en el nombre de Cristo, la única Verdad. 

Y san Juan Pablo II en el número 10 de Christifideles Laici nos dice: por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer a sí mismos el reino del pecado (cf. Rom 6,12); y después en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25,40). 

Así el Papa nos da las pautas: en primer lugar, vencernos a nosotros mismos, dejar que el Reino de Cristo se establezca en nuestro corazón, luchar contra el reino del pecado, contra el reino de Satanás, tan extendido y de forma tan sutil como se nos presenta en nuestra sociedad, en nuestros políticos, en las actuaciones incomprensibles nacidas de la comodidad, del egoísmo y de la búsqueda de un bienestar malentendido, que pasa. 

Cuando repetidamente se nos dice que no somos de este mundo, que el hombre en Cristo debe habilitarse para acceder a otras moradas, al Reino eterno… no debemos pasar por alto que, como nuestro Maestro, tenemos que ser testigos de la verdad, testigos del Reino de Cristo. 

Esta solemnidad de Cristo Rey nos recuerda, en definitiva, el tránsito por esta tierra, por este reino muchas veces de penurias, con todas las cosas buenas que tiene; por este valle de lágrimas, pero a la vez de esperanza por la presencia de hombres que buscan la verdad de Cristo para llevarla a todas sus realidades, a todos sus ambientes. Los católicos en nuestra vida pública, ante el engaño manifiesto de nuestros políticos, es preciso que nos pronunciemos a favor de la vida, del respeto a la dignidad de la persona, del valor del matrimonio, de la necesidad de familias estables. Tenemos que ser testigos de la verdad. No pasa todo por consentir con lo que quieran los demás. Que cada uno resista los embates de la vida como pueda, pero que todos lleguemos a vivir en Cristo. Con Él las dificultades se afrontan de otro modo. Y las alegrías -no solo las económicas, sino las de la fe, la esperanza y la caridad- se comparten, se dan a los otros. No vale para nada tener un techo propio si no lo sabemos compartir con quien no tiene casa; no vale para nada un corazón frío, que no deja que el Reino de Dios se establezca en él. Es necesario que luchemos contra ciertas posturas que pretender liberalizar nuestra conciencia, permitir lo que no puede permitirse, aquello que es pecado y que va contra la vida. Es el Señor el que nos da la referencia de todas las cosas: el que tenga oídos para oír, que oiga. Que oiga la Palabra de Dios. No es una amenaza lo que el Señor nos propone. Es un camino en Él. Pidámosle que reine de verdad en nuestros corazones, que nos dé la fortaleza suficiente para trabajar porque Él reine en nuestra sociedad, en nuestra nación, en el universo, para que, reinando en estos lugares, reine en el corazón de todos los hombres y así pasemos a la morada eterna, al Reino de la Verdad y de la Vida, al Reino de Dios que Cristo Jesús ha venido a predicarnos.

 

PINCELADA MARTIRIAL: EL GRITO DE ¡VIVA CRISTO REY! FOTOGRAFIADO

El 13 de noviembre de 1927 lanzaron una bomba desde un viejo automóvil al coche del recientemente electo presidente Obregón. Dicho automóvil había pertenecido en algún momento a Humberto, el hermano de Miguel. A pesar de que todos los hermanos Pro tenían sólidas pruebas que los exculpaban, se convirtieron en perseguidos por el régimen. Forzados a esconderse, fueron sin embargo traicionados en un lapso de cuatro días por un niño, quien en contra de su voluntad los entregó porque temía por la vida de su madre. 

La orden para la ejecución de los tres hermanos Pro fue finalmente dada. Serían fusilados junto con otros dos prisioneros. El día de la ejecución, el padre Miguel, vestido con una chompa (suéter), fue el primero en ser conducido fuera de la prisión. No hubo proceso ni juicio. Respecto al atentado en contra de la vida de Obregón, Miguel tenía una sólida prueba de su inocencia, pero él era a los ojos del presidente Calles, culpable de un crimen peor: ser sacerdote católico

A los prisioneros no se les dijo nada sobre su sentencia de muerte. Sin embargo, parecía que la habían presentido. Unos días antes de ser arrestado, mientras oficiaba una misa en un convento, Miguel le dijo a la madre superiora: «Hace algún tiempo ofrecí mi vida por la salvación de México, y esta mañana en misa, hermana, sentí que Él la había aceptado». Durante los días que pasó en prisión, el padre Pro preparó a sus hermanos y a los otros prisioneros y aconsejó a su carcelero. Un policía que había ayudado en la persecución del padre Pro era el encargado de llevarlo al lugar del fusilamiento. Mientras lo conducía a su ejecución, el hombre volteó y, con lágrimas en los ojos, le rogó al padre Pro que lo perdonase por conducirlo a la muerte. Miguel puso sus brazos sobre los hombros del hombre tembloroso y le susurró: «No solo tienes mi perdón, sino que te doy las gracias». También se dirigió con suavidad a los miembros del escuadrón de fusilamiento: «Que Dios los perdone a todos».  Respondiendo a la pregunta por su último deseo, Miguel pidió permiso para rezar. Se arrodilló frente a las paredes llenas de agujeros de balas y rezó fervorosamente por dos minutos. Después se paró con los brazos extendidos en forma de cruz y rechazó la venda para cubrir sus ojos. Con voz firme y clara gritó: ¡Viva Cristo Rey! 

Un abogado y la hermana de Miguel, Ana, llegaron con un recurso de amparo, pero los disparos del otro lado de la reja cerrada anunciaron que habían llegado demasiado tarde. Si bien habían estado ahí varios minutos y varias personas los habían escuchado, los guardias se negaban a abrir las puertas. Una llamada telefónica del embajador de Argentina salvó la vida de Roberto, el hermano menor de Miguel, quien fue exiliado más tarde a los Estados Unidos.   Al contrario de las expectativas de Calles, el padre Pro asumió su martirio calmada y heroicamente. El escuadrón de fusilamiento no llegó a matar al valeroso sacerdote. Si bien estaba mortalmente herido, todavía respiraba. El general Cruz caminó hacia él, puso el revólver en su cabeza y disparó. 

El fanático general Calles quería que las ejecuciones fueran una ocasión para celebrar la cobardía de los católicos mexicanos, por lo que invitó a la prensa, a fotógrafos y a muchas otras personas. Por ello existe un buen registro gráfico del martirio. Pero las muertes fueron tan heroicas que las fotos produjeron el efecto contrario; poseer una de esas fotografías era considerado al poco tiempo como un crimen.

 

Antes de su muerte, el padre Pro le dijo a un amigo: «Si alguna vez me atrapan, estate preparado para pedirme cosas cuando esté en el cielo». Bromeando, también prometió alegrar a cualquier santo con cara larga que encontrara en el cielo bailando la danza mexicana del sombrero. No sólo este amigo sino muchos en México creían que el padre Pro respondería sus oraciones. Una vieja mujer ciega de la multitud que se acercó a tocar el cuerpo en el funeral, recuperó la visión. En la semana que siguió a su muerte, otros tres testificaron que habían recibido ayuda de él. Al comienzo de la década de 1930, la causa de canonización del padre Pro fue introducida en Roma y beatificado por san Juan Pablo II el 25 de septiembre de 1988. 

[1] SAN CIPRIANO, Tratado sobre la muerte, Liturgia de las Horas, tomo IV, página 476.