Esta petición del Padre Nuestro está expresada en la Sagrada Escritura de formas diversas, pero siempre con intención salvadora. Incluso, antes de la creación del mundo, tenía una voluntad salvadora: “Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor” (Ef 1, 4).

Al finalizar la escena de Zaqueo, expresa Jesús el sentido de su venida: “Zaqueo, date pisa y baja, porque es necesario que hoy me hospede en tu casa”. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba pedido” (Lc 19, 5 y 10). Y en 1 Tm 2, 4 nos dice: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. En 1 Ts 4, 3: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza”. Esta santidad debemos desarrollarla hasta plenitud: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10, 10).

El padre que nos ama no quiere que vivamos su voluntad como esclavos, sino como hijos. “Es una oración de ardiente confianza en Dios que quiere el bien para nosotros, la vida, la salvación. Una oración valiente, incluso combativa, porque en el mundo hay luchas, demasiadas realidades que no obedecen al plan de Dios. Las conocemos todos. Parafraseando al profeta Isaías podríamos decir: ‘Aquí, Padre, hay guerra, prevaricación: pero sabemos que tú quieres nuestro bien, por eso te suplicamos: ¡Hágase tu voluntad!’ Señor, cambia los planes del mundo, convierte las espadas en azadones y las lanzas en podaderas; ¡Que nadie se ejercite más en el arte de la guerra!”

Los cristianos no estamos guiados por un destino impersonal y caótico, sino por un amor entrañable de un Padre que nos ama: El Padre Nuestro es una oración que enciende en nosotros el mismo amor de Jesús por la voluntad del Padre, una llama que empuja a transformar el mundo con amor. El cristiano no cree en un ‘sino’ ineludible. No hay nada al azar en la fe de los cristianos: en cambio hay una salvación que espera manifestarse en la vida de cada hombre y de cada mujer y cumplirse en la eternidad. Si rezamos es porque creemos que Dios quiere y puede la realidad venciendo el mal con el bien. Tiene sentido obedecer a este Dios y abandonarse a Él, incluso en la hora de la prueba más dura”.

A imitación de Jesús, de la Virgen María, de los santos y de los mártires podemos confiar que la fuerza del Espíritu Santo no nos faltará en las pruebas más duras. “Así fue para Jesús en el Huerto de Getsemaní, cuando experimentó la angustia y oró: ‘¡Padre, si quieres, aparta de mí esta copa. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya!’ Jesús es aplastado por el mal del mundo. Pero se abandona confiadamente al océano de amor de la voluntad del Padre. Tampoco los mártires, en su prueba, buscaban la muerte, sino el después de la muerte, la resurrección. Dios, por amor, puede llevarnos a caminar por senderos difíciles, a experimentar dolorosas heridas y espinas, pero nunca nos abandonará. Estará siempre con nosotros, dentro de nosotros. Para un creyente esto, más que una esperanza es una certeza”.