El título con el que he iniciado mi nuevo post, no es de mi autoría, sino que corresponde a la del Venerable Siervo de Dios P. Félix de Jesús Rougier (18591938), quien fue un sacerdote que se dejó llevar y formar por el amor a la Santísima Virgen María. No porque la considerara más importante o relevante que Cristo, sino, porque al ser su madre, debía tener un lugar significativo en su vida. El P. Félix, la quiso tanto, que le dedicó sus últimas palabras antes de morir, dejándonos, la divisa, cuyo espíritu, se sigue repitiendo y actualizando en quienes vivimos la Espiritualidad de la Cruz: ¡Con María todo, sin ella nada!, es decir, después de Jesús, hemos de imitarla a ella, dejándonos tocar por su alegría y sencillez.
¿Cómo amar a Cristo si desconocemos a su propia madre? Ciertamente, siguiendo una de las reflexiones del P. Félix, encontramos, que “en el amor a María, nuestro modelo es Jesús”. Él, como hijo, la quiso con locura, pues incluso en el momento más crítico de su paso por el mundo, es decir, cuando extendió sus brazos en la cruz, no quiso dejarla sola, sino que se la encargó al apóstol Juan (Cf. Jn 19, 26-27), para que velara por sus necesidades. Si Jesús no rechazó a María, ¿por qué habríamos de hacerlo nosotros? Sin duda, ella es un ejemplo de esperanza y, a su vez, de coraje, pues supo acompañar a Jesús en las buenas y en las malas, realizando el proyecto que el Padre Celestial le había presentado a través del misterio de la Anunciación (Cf. Lc. 1, 26-38).
No veamos a la Virgen María, como una persona lejana o distante, cayendo en una actitud rebuscadamente piadosa, sino como a una amiga que recorrió el mismo camino al que Cristo nos está llamando; el camino del Evangelio. Ella, siendo de carne y hueso, se acerca a nuestra vida, para decirnos suavemente al oído: “Si yo pude, tú también”, es decir, nos contagia a través de su entusiasmo maternal, para que aprendamos a escuchar la voz de Dios, siendo capaces de amarlo hasta el final. En María, nuestra madre, encontramos un ejemplo marcado por la apertura a la acción del Espíritu Santo. Como ella, seamos capaces de amar y, desde ahí, conquistar la santidad, a partir de la vida cotidiana.