En la cruz de Cristo Sacerdote y Víctima, contemplamos a un Dios con los brazos abiertos. El cristianismo, no es la religión de la tristeza, sino de la acogida. Dios ha decidido acortar las distancias, para hacerse uno de nosotros, abrazándonos y animándonos a seguir, pues lo importante, no es quedarse varados en el pasado, sino vivir con pasión el presente. Tenemos a un Dios con los brazos abiertos, dispuesto a recibirnos, para hacernos ver y sentir, lo mucho que nos ama. Así como recibió y perdonó al ladrón que estaba a su lado en el Gólgota (Cf. Lc. 23, 39-43), también nos perdona a nosotros, mientras nos anima a dar pasos significativos, a partir del itinerario o programa que él mismo nos ha enseñado.
La mirada de Jesús, a partir de la cruz, no es una reclamación severa, sino un gesto marcado por la ternura de todo un Dios que ha hecho hasta lo imposible, con tal de hacernos despertar, invitándonos a una vida libre y, al mismo tiempo, comprometida. Jesús suspira por todos y cada uno de nosotros, pues aunque ha resucitado, sorprendiendo a propios y a extraños, sus brazos continúan extendidos, para darnos esa palabra alegre que, muchas veces, a lo largo del día, nos hace falta.
En la Eucaristía, cuando el sacerdote, lleva a cabo la consagración, aquel Jesús que un día se estremeció en el Getsemaní, vuelve a extender sus brazos, en un mismo sacrificio, para recordarnos que, aunque el mundo parezca tambalearse, su amor es una garantía que permanece bajo cualquier circunstancia. Dejémonos llevar por aquel Dios que siempre nos espera con los brazos abiertos.