Ayer, 7 de octubre de 2011, fiesta de Nuestra Señora del Santo Rosario, comienzó en Albano, al norte de Roma, la reunión cumbre de los superiores de la FSSPX para debatir una respuesta al ofrecimiento de regularización canónica de la Santa Sede.

Como he dicho en otras publicaciones, parece evidente que el texto ofrecido por Roma no presenta obstáculos serios. El “preámbulo doctrinal”, conocido solo por trascendidos periodísticos, aparentemente se limita a reconocer puntos de doctrina sobre el Magisterio los cuales no tienen aristas polémicas. En todo caso, retoques de redacción o agregados sería lo que la FSSPX podría pedir a la Santa Sede.

Por otra parte, parece natural que la FSSPX exprese su gratitud al Santo Padre por los esfuerzos en pro y concesiones hechas a la Tradición, particularmente teniendo en cuenta que por cada hecho en este sentido, al Papa ha recibido una tormenta de críticas y presiones por parte de los sectores más modernistas.

Con esta reunión de superiores (aparentemente no estructurada como Capítulo General, aunque sí con discusiones bajo secreto), la FSSPX manifiesta la seriedad con que toma esta propuesta, que a diferencia de otras previas, amerita una consideración más profunda. Porque las previas tenían en sí elementos imposibles de aceptar sin renunciar al fin propio de la FSSPX y de todo el movimiento tradicionalista que, en cierta medida, encabeza. A saber, la aceptación acrítica del Vaticano II y el subsecuente magisterio conciliar y postconciliar.

Esta vez, y con las conversaciones doctrinales finalizadas (es decir, después de que Roma ha aceptado en los hechos que el Vaticano II es discutible), queda abierta la polémica teológica, aún en caso de regularización canónica.

Dos puntos parecen constituir obstáculo para la aceptación de este ofrecimiento: primero, la posibilidad de convivir con las estructuras oficiales en cada diócesis. Porque el tradicionalismo no puede integrarse a la vida de la Iglesia posconciliar pacíficamente. Tiene la misión de formar sacerdotes según una concepción que choca radicalmente con la nueva liturgia y sus consecuencias. Es decir, no puede callar lo que es deber católico hacer o dejar de hacer. No se trata de mutuas concesiones. Hay una radicalidad en la Fe que trasciende la simple convicción y se manifiesta en las obras de la Fe, las cuales comienzan por confesarla sin ambigüedades.

¿Hay un espacio posible, una fórmula de convivencia que no disminuya esta misión esencial? Dependerá tal vez de lugares y circunstancias. Algo de carácter universal y aplicable a todas partes resulta al menos dificultoso.

En segundo lugar, hay una cuestión que no por secundaria a la esencia de los hechos es de menor importancia: los sacerdotes, fieles, amigos y asociados de la FSSPX deben tener la certeza de que no se ha comprometido la misión en un acuerdo que, aún con la mejor intención, ponga en peligro lo que no está sujeto a negociación. Es decir, las cosas no solo deben ser, sino también parecer lo que son. Y esto ante todos quienes puedan esgrimir dudas razonables o reservas, con pleno derecho.

El caso es difícil, pero esto no significa que no pueda llegarse a un punto de avance, por el bien de la Fe. Este punto no tiene que ser necesariamente un acuerdo firmado. No pasa hoy necesariamente por una regularización al 100%. Regularización que, además, sería extremadamente difícil de aplicar.

Si consideramos el bien de la Iglesia, no haremos sino justicia en considerar también la situación del Santo Padre. Porque además de las cuestiones doctrinales, que no están sujetas a discusión, hay otras que dependen de un prudente equilibrio. Por ejemplo, el delicado balance diplomático que mantiene el Papa con sectores poderosos del clero, quienes lo confrontan con extrema virulencia. También son ovejas de su grey, aunque descarriadas y es su deber llevarlas al aprisco.

Para decirlo en términos políticos: no hay que desestabilizar a Benedicto XVI, quien ha demostrado ser el papa posconciliar más favorable a la Tradición. Hay que asegurar que su sucesión, quizás no muy lejana, continúe esta misma línea y si es posible –así lo exige la dinámica de las cosas- vaya acercándose cada vez más a lo que ha sido la doctrina de la Iglesia desde siempre.

Estas consideraciones deben formar parte de los criterios con que se analice la respuesta a la Santa Sede, al Papa en particular. No tiene por qué haber urgencias para tomar compromisos quizás inviables en la práctica, ni tampoco presiones desestabilizadoras.

Dios tiene tiempo. Pretender que hay un “ahora o nunca” resulta fantasioso, es una tentación que es necesario evitar. Las cosas de la Fe requieren tiempo. La Tradición crece, sin duda, no solo en un sentido material, sino en influencia y consideración de parte de las máximas autoridades de la Iglesia. Ese es el buen camino.

Por lo tanto, cualquier decisión que se tome debería considerar un debido agradecimiento al Santo Padre, no desairar su generoso ofrecimiento, pero tampoco tomarlo sin más a riesgo de comprometer lo realizado y aún los aspectos positivos de este pontificado tan particular.

¿Hay fórmulas para poner estos propósitos en acción? Aparentemente sí.  Una de ellas podría ser que la Santa Sede obligue a todos los obispos a recibir las actas de bautismo, matrimonio y otros actos jurídicos e inscribirlos en sus diócesis, en las parroquias pertinentes. Esto sería una señal de legitimación de lo actuado, sin otros compromisos.  Y también una bendición implícita de la obra de la Tradición.

Otra fórmula en este mismo sentido, sería una bendición expicita de la obra de la Tradición, que hiciera las veces de certificado de licitud de los actos sacramentales realizados que exigen jurisdicción, (o una sanatio de los actuado) y la apertura de una vía canónica oficial para derivar casos que exceden las atribuciones de una congregación religiosa: nulidades matrimoniales, dispensa de votos, etc. En este caso, los tribunales podrían estar bajo la jurisdicción de Ecclesia Dei.

Son simples ideas, modos prácticos de preservar la libertad y de estrechar los vínculos dando a cada parte la necesaria amplitud de maniobra que una situación tan excepcional como la que vivimos exige.