Me preguntan por el tiempo y por Dios.
“¿Cómo puede haber tiempo para Dios en tu vida?”.
Es como si me preguntaran si tengo tiempo para el amor
o para respirar, o para contemplar la belleza.
Una opción, desde luego, es decirle a la cara: “mira Dios,
lo siento, pero no cabes en mi vida
(o quizá alguno diga:
eres sencillamente mentira)”.
Pero Dios habla, e insiste con pasión en nuestra alma.
Sin dejarse nada.

Escuchar a Dios: de eso se trata.
Y, en definitiva, eso es la literatura (y la música
y la peluquería y el baloncesto y la carpintería).
Si es que vamos a la entraña de lo que hacemos
(y pensamos y sufrimos y amamos).
Otra cosa es dedicarse a hacerle el vacío a tu vida
y que no quieras subir unas escaleras para verle
(o pedir perdón, o mejorar la sonrisa),
y prefieras imaginar inverosímiles fantasías.

Escucho el rumor de sus pasos
y sé que es real su presencia.
Veo como extiende sus manos sobre mi escritorio…
¡Qué luz tan repentina! Uno lo sabe: es Él.
Y su voz inspira un lenguaje de paz inconfundible.

Dice Dios: “Un momento,
deja de acumular palabras para ti,
mírame. Deja de escribir un rato". Y
ocurre que sigues a lo tuyo y no haces caso.
Dejas a Dios
con la palabra en la boca.

¡Es tan importante lo que haces! Luego, luego.
"Es que se me irá la trabazón de la idea,
bajo un segundo a la farmacia
y a comprar dos coca colas y una lechuga;
voy, voy, quizá
en cuanto planche esta camisa".
Pero te quedas chateando con la inopia.

Dios tendrá que esperar de nuevo.

Prometido, esta noche rezo.
Y llega la noche, y con la noche
ese cúmulo de caricias, esos indiscriminados besos,
y por fin el ansiado sueño.

Y a Dios ni una palabra.

(Aunque ahora que lo pienso,
quizá mi oración
sea precisamente este poema).