La paciencia, en mi opinión, es, entre otros, el mejor estado para asumir aquello que llega sin haberlo provocado ni ocasionado, pero que otros te relacionan o involucran, en forma de alabanza, crítica positiva o negativa. Tanto si se trata de un elogio como una crítica, la paciencia te ayuda a ser prudente y comedido, a dejar que por sí sola cada una de las atribuciones se sitúe en su lugar correspondiente desde la verdad ajustada a la realidad.

Muchas veces pasa que las personas buenas desearían ser tratadas como se relacionan con los demás, pero eso no es observado por parte de algunos intolerantes, resentidos y crispados. He observado que normalmente éstos, para poder sobrevivir y perdurar su causa se disfrazan de indignados. No digo que todos lo hagan así, sino aquellos que están siempre o casi siempre a la que salta, buscando fallos o aspectos negativos casi de continuo en distintas instituciones, personas o en las mismas casi siempre.

Criticar con una lupa purista a todos, y todo, lo que no me gusta o avergüenza personalmente, es un deporte que algunos practican porque quizá no sepan hacer otra cosa, porque les va cierto morbo en ello o porque sencillamente no les pagan para otra cosa que para ensañarse, echando siempre la culpa fuera, y nunca las causas o complicidades en sí mismos. Pobres de ellos si encontrasen algún valor positivo en algo o alguien que debieran criticar y que fuera no plausible por su corillo de colegas. ¿Por qué usan la lupa sólo o casi siempre para lo negativo y escasamente para lo agradable? ¿No será que cojean de negatividad?

Es muy curioso que se pida mentalidad abierta, tolerancia y espíritu crítico por parte de quien menos atiende a la realidad tal cual ésta se presenta desde, básicamente tres puntos de vista: respeto por la letra y el espíritu de la letra de aquel a quien critican, encuadre de la manifestación de dicho personaje en medio de una realidad que quizá pueda trascender la propia experiencia y comprensión, superación de los propios prejuicios sobre dicha persona abriéndose a una interpelación o confrontación directa con él mismo (a través de una entrevista o investigación abierta a las fuentes más cercanas y fidedignas a dicha persona).

Sin citar explícitamente el nombre de determinados escritores, opinadores, periodistas o no, no fieles al Magisterio de la Iglesia Católica, ni a su Tradición, ni a su Doctrina Social, ni respetuosos a la imagen de la Iglesia ni del Papa, se echa de menos en éstos no ya solo la falta de discernimiento entre libertad y falta de respeto, no ya entre crítica y calumnia, sino el debido silencio que cualquier persona sensata puede guardar frente a algo o alguien que desconoce gravemente.

Pedir silencio a algunos sería ser censuradores con ellos, pero lo cierto es que ellos no callan para nada y no les duelen prendas nunca en atacar a quien haga falta. Eso sí, que no se metan nunca con ellos, que ya están muy cansados. Y es que la hipercrítica no sólo cansa sino que con el tiempo siempre se les vuelve en contra y les devora lenta o bruscamente, dependiendo del ácido biliar con el que digieran todo.

Eso sí, no dudes de su gran sabiduría acerca de todos y todo, porque se cree saber ya en exceso, en base a una experiencia negativa enquistada y que supura rencor diario o casi, alimentada por el corrillo de los que tienen la misma infección de “critiquitismiquis”.

Junto a estos descreídos, o en frente de ellos, también están los que han optado por un “meapilismo” cuya reacción frente a tanta provocación en contra no es muchas veces apropiada, ni comprensible, ni viene a cuento tan de seguido por acusaciones o críticas sin consistencia de verdad y fundamento. Estos acaso ¿bizquean de positividad? No, hacen lo mismo que los otros pero su signo es opuesto, son reaccionarios frente a los que les provocan de continuo.  Es más, unos pretenden hasta buscar su origen ingenuamente o justificarla permanencia de su postura en la mera existencia o manifestación de sus contrarios.

A los primeros les defraudó en determinado momento la institución Iglesia en la que se habían sentido acogidos (e incluso formados hasta un cierto punto de no retorno), y en la que aprendieron lo poco que hoy “manejan” de léxico verdadero y costumbres, y les dio por convertirla en “su juguete favorito y no reconocido”. Juguete de sus críticas, porque para eso está -piensan- así incluso la hacemos un favor, sacando sus trapos sucios fuera, que se vea bien, a ver si terminamos ya con todos estos fundamentalistas y sinvergüenzas que tanto ocultan sus podredumbres. Destruir para construir de nuevo, creen algunos, los más ingenuos y engañados.

A los segundos, resentidos por más de un encontronazo con laicistas (no laicos, que es muy distinto) y personajes de calaña parecida están dispuestos a enseñar sus uñas menos caritativas y evangélicas en cuanto menos te lo esperes, contra propios y extraños. También han hecho de la religión o de la Iglesia una justificación de su falta de madurez y visión objetiva de su necesidad de conversión.

Unos y otros hacen daño y son sufridos por quien pertenece real y verdaderamente a la Iglesia, por quien pretende vivir sencillamente, humildemente, con paciencia, tolerancia y deseo de buscar la felicidad para sí mismos y sus semejantes, desde Jesucristo y su Evangelio, atendiendo fielmente (y no a la medida de sus gustos, “a la carta”) lo que la Iglesia a través de Su Magisterio y Tradición les piden creer y comprometerse, de verdad, en fe y moral.

Pienso que realmente unos y otros no son gran mayoría, aunque parezcan multitud por su repercusión mediática. Y no, no lo saben todo de la Iglesia, aunque te lo digan y ostenten una y otra vez, por razones de edad, experiencia,… Les veo tan alejados los que critican despiadadamente a la Iglesia como los que por la fuerza pretenden defenderla, tan lejos los que se dicen estar en comunión eclesial desde la frontera y aceptan posturas contrarias a los fundamentos de la fe, como aquellos que pretenden utilizarla para sus propios beneficios personales ocultando lo que tarde o temprano saldrá para anti-testimonio de los de dentro y escándalo de todos.

Si tuviéramos todos más paciencia y tolerancia, probablemente otro gallo nos cantaría, y no precisamente el que le cantó por tres veces a san Pedro, recordándole que estaba traicionando a su Maestro. Porque si faltamos a la caridad todos estamos defraudándole. El esfuerzo debe ser tanto de los que aman a la Iglesia como de los que no, porque el encuentro se debe producir entre creyentes y no creyentes, entre los fieles y los que no lo son, entre los obedientes y los hipercríticos, entre los que pretenden construir y los que destruyen, entre los veraces y los engañabobos (quien sabe si forzados o no por circunstancias económicas o de presión social de sus ambientes o Medios),...

Es tarea de todos optar un día sí y otro también por la paciencia y la tolerancia, no sólo por el diálogo que no incluye de por sí el respeto y la libertad en equilibrio. Siempre desde la realidad de los hechos muy contrastados y no desde la fantasía de los prejuicios, institucionales y personales, de unos y otros, en y hacia una realidad que se desvela como positiva en cada instante, si sabemos mirar.