A mí se me ocurren cuatro, cuatro grandes tipologías de voto en función de la razón por la que uno llega a él. A Vds. tal vez se les ocurra alguna más… Y ya verán qué curiosas algunas de ellas, o por mejor decir, casi todas.

             La primera razón para votar a un determinado partido político tiene que ver con el interés más estrictamente personal. Es el voto de supervivencia. O bien se pertenece al partido político al que se vota, ya como militante o, incluso más, como candidato, o bien ese militante o candidato del partido elegido pertenece al círculo familiar o relacional, más aún si la persona obtiene algún tipo de beneficio de su militancia. Aunque España tenga fama de ser uno de los países con mayor número de políticos, entre 160.000 y 450.000 según quién lo calcule, el porcentaje de los que realizan su elección en función de este criterio es bajo, pues son “pocos” los cargos políticos que se reparten en una sociedad: nunca serían más de un millón de electores los que en nuestro país toman su decisión en función de un interés directamente derivado de la participación política, ya sea personal, ya sea de alguien muy allegado. Claro que la cifra puede aumentar algo si la ampliamos a todos aquéllos que forman parte de las llamadas “administraciones paralelas” (sólo en la Andalucía del PSOE hasta cuatro mil personas según se dijo), o a aquéllos que, por formar parte de la Administración, se sienten más seguros con según qué partido en el poder. Es un voto perseverante, pero desleal, en el sentido de que si el militante o candidato cambia de siglas, acarreará consigo el voto de supervivencia a él vinculado.

             La segunda razón tiene que ver con una cuestión empática poco relacionada con ningún análisis previo de la realidad. Es el voto empático irracional, y es muy variado en el sentido de que los caminos para llegar a la empatía son tantos como quepa imaginar: la sensibilidad de uno, el ambiente al que se pertenece, la tradición familiar o local, la imagen que uno que desea proyectar de sí mismo, la imagen que según uno percibe proyecta el partido votado, la imagen del candidato indiscutiblemente, las últimas noticias que le llegan a uno, una supuesta modernidad, la simpatía inexplicable hacia determinadas siglas o la aversión a otras, y tantos otros, son motivos que llevan al votante a optar por una determinada alternativa en detrimento de las demás. Es un voto muy leal mientras dura la situación que produce la empatía, pero varía en cuanto varía ésta. Un cambio en el status social, un cambio de trabajo, un cambio de amigos, un cambio de residencia incluso puede producir nuevas empatías que producen un cambio en el voto.

             La tercera es la que consiste en sopesar las razones que hacen recomendable la decisión, pensando simultáneamente en el interés personal de uno y en el interés global, o social o general de todos. En definitiva, votar con la idea de elegir al mejor candidato o partido para la circunstancia presente. Es el voto reflexivo. Es el más deseable, aquél en el que, de hecho, piensan todos los tratados de ciencia política que se han escrito y que nos hablan de las maravillas de la democracia, “el menos malo de los sistemas políticos”, según dicen que dijo Churchill. Ahora bien, ¿es el porcentaje de los que así votan realmente relevante? Difícil de determinar porque aunque si hiciéramos una encuesta preguntando por la calle qué le inclina a uno a optar por un determinado partido, la respuesta definida como “el interés personal de uno en conjugación con el interés global, o social o general de todos” saldría ganando de calle, dudo que ni siquiera uno de cada tres electores vote atendiendo de verdad a dicha consideración. Es el voto más permeable, el que con mayor frecuencia altera los resultados en las diversas elecciones.

             Y bien, van tres clases de motivaciones. “Pero Vd. dijo cuatro, Antequera”. Y no le falta a Vd. razón querido amigo. Dejo para el final la más enigmática de todas, la más divertida e interesante también, si no fuera porque es, además, la más dañina y perjudicial para todos, así como la más inconfesable: una que en la hipotética encuesta de la que hablamos arriba, a duras penas obtendría un 1% de resultado, aunque en mi opinión, determine el voto de un porcentaje muy importante, inesperadamente alto, de los electores españoles y del mundo.

             Estoy hablando del voto de tantos como acuden a las urnas pensando, no en absoluto, en su propio interés y menos aún en el colectivo, cuanto en el número de personas al que en su entorno más cercano o en el entorno más global, van a molestar o van a perjudicar. Es el voto del “que se jodan”, el voto de la envidia, el voto del envidioso. Personas que saben perfectamente que el partido al que votan no va a mejorar la situación general, ni siquiera la suya propia, pero al que entregan gozosos su voto regodeándose en todos aquéllos que van a salir perjudicados, aceptando algunos, los más recalcitrantes, incluso un empeoramiento de sus propias circunstancias personales en aras del más alto objetivo del empeoramiento de la situación general. Ya sé que es difícil de creer, pero este voto existe: ¿un 10% de los votantes? ¿un 20%, un 30%, un 40%? Pongan Vds. la cifra. Lo que sí les digo es que este tipo de votante se concentra en una serie de siglas, mientras otras, por lo que se refiere a dicha procedencia, reciben un porcentaje ínfimo de sufragios. Y se trata también de un voto muy perseverante, porque la envidia es un pecado del que es muy difícil desembarazarse.

             Y hasta aquí puedo leer. Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Seguimos viéndonos por aquí.

 

 

 

            ©L.A.

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