El Evangelio de la Misa (Mt 16, 13-20) presenta a Jesús con sus discípulos, mientras caminan les pregunta: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?... Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”.
 
La cuestión dirigida a todos aquellos que le siguen, encuentra un especial eco en San Pedro, quien, movido por la gracia, contesta: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le llama bienaventurado por esa respuesta en la que confiesa abiertamente la divinidad de Jesucristo.
 
Los Apóstoles, por boca de Pedro, dieron a Jesús la respuesta acertada después de dos años de convivencia y de trato íntimo con Él. Pero el mismo Jesús vive ahora y nos sigue preguntando sobre nuestra fe y nuestra confianza en Él, si lo que representa en nuestra vida en nuestra vida está en coherencia con quien es el mismo Jesucristo.
 
1. Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor. El segundo artículo del Credo nos enseña que el Hijo de Dios es la segunda persona de la santísima Trinidad: que es Dios eterno, omnipotente, Creador y Señor como el Padre, que se hizo hombre para salvarnos, y que el Hijo de Dios hecho hombre se llama Jesucristo.
 
El Hijo de Dios tomó cuerpo y alma, como tenemos nosotros, en las purísimas entrañas de María Virgen, por obra del Espíritu Santo, y nació de esta Virgen. Para redimir al mundo con su sangre preciosa, padeció bajo Poncio Pilato, murió en la Cruz y fue sepultado.
 
2. Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Siendo como Dios igual al Padre en la gloria, fue como hombre ensalzado sobre todos los Ángeles y Santos y constituido Señor de todas las cosas.
 
Nuestro Señor Jesucristo es Dios y, como consecuencia es el dueño de todas las cosas, de los elementos, de los individuos, de las familias y de la sociedad. Es el Creador y el fin de todas las cosas: “Por lo cual a su vez Dios soberanamente le exaltó y le dio el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres celestes, y de los terrenales, y de los infernales, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, llamado a compartir la gloria de Dios Padre” (Flp 2, 1011). Pero si se desvanece esta convicción, entonces no hay fuerza para mantener la propia fe ante la invasión de las opiniones ajenas; de la inevitable diversidad se pasa al pluralismo como un valor en sí mismo y en virtud de una libertad religiosa mal entendida se coloca a todas las religiones en pie de igualdad y se otorgan los mismos derechos a la verdad y al error...
 
Cuando Jesucristo ya no es la sola Verdad y la fuente de toda Verdad basta muy poco para que los hasta entonces cristianos se alejen de la Iglesia, no practiquen su religión y su moral se vuelva deplorable. Por eso, aunque Jesucristo murió por todos los hombres, no todos se salvan. “Porque o no le quieren reconocer o no guardan su ley, o no se valen de los medios de santificación que nos dejó. Para salvarnos no basta que Jesucristo haya muerto por nosotros, sino que es necesario aplicar a cada uno el fruto y los méritos de su pasión y muerte, lo que se hace principalmente por medio de los sacramentos instituidos a este fin por el mismo Jesucristo, y como muchos no reciben los sacramentos, o no los reciben bien, por esto hacen para sí mismos inútil la muerte de Jesucristo” (Catecismo Mayor de San Pío X).
 
De ahí la importancia del interrogante que escuchábamos en el Santo Evangelio: “Y vosotros quien decís que soy Yo”. No solamente nuestra vida temporal sino, sobre todo, la eterna, depende de la respuesta que, cada uno de los días de nuestra existencia, damos a esa pregunta