El año pasado por estas fechas, entre el 4 y el 8 de agosto para ser exactos, visitaba este castigado país Michelle Obama, esposa como se sabe del hombre más poderoso del mundo, el Presidente norteamericano. Ni siquiera le acompañaba su deseado marido, aunque en algún momento al zetapismo nacional se le caía la baba esperando que, al final, se decidiera a hacerlo.
 
            Un medio tan significado como El País decía entonces cosas como éstas: “No se sabe muy bien cómo ni por qué, pero había elegido ese lugar para pasar cuatro días de sus vacaciones y los ojos del mundo iban a verlo en directo”. “Y ahí que se instaló la señora Obama con una comitiva de unas setenta personas, que incluye a los miembros del servicio secreto y a algunos amigos de la familia”.
 
            Nadie se acordaba entonces del coste de la visita para las arcas españolas. ¿O alguien se cree que porque Michelle Obama se pagara su propia habitación por ser una visita a título privado, la dichosa visita no le costaba un duro al erario español? Ja, ja, y requetejá. Nunca podremos saber lo que esa visita costó en policía, seguridad, inteligencia, incluso en los despachos de los lobbies españoles en Washington. Pero entonces nadie, repito, nadie, se acordaba de eso, y con muy buen criterio por cierto, todos nos felicitábamos por el beneficio que para este castigado país tenía tan providencial visita, y de la campaña de marketing incosteable que la misma representaba para el necesitado turismo patrio.
 
            La Sra. Obama vino y se fue. Trajo, como bien señalaba El País, setenta personas en su séquito, todos ellos norteamericanos, los cuales realizarían buenos consumos, y alguna vez también, se acordarían de explicar lo guay que se lo habían pasado en España. Doña Michelle se dejó ver poco, muy poco la verdad,- recuerdo las quasi-clandestinas fotografías robadas detrás de una lona de una tienda de campaña-, y todos los medios españoles y algunos pocos extranjeros, probablemente más en los Estados Unidos, le dedicaron algunos segundos de su carísima y estimadísima programación.
 
            Hoy el visitante es Su Santidad el Papa. Coste de la visita, posiblemente parecido, tal vez algo más, quién sabe si hasta menos. En el otro plato de la balanza, los medios españoles como locos, los del resto del mundo, parecido. Todos los noticieros del mundo, escritos, hablados, pixelados, con la JMJ en su cabecera, y con ella, España, Madrid, el sol, la cibeles… El séquito no lo componen esta vez setenta personas, no. Lo componen… ¡¡¡un millón y medio!!! sin un solo país del mundo que no haya contribuído a él. Con que un 5% sean de alto nivel… ¡¡¡setenta y cinco mil turistas de alto standing!!! Todos ellos convertidos en una ventana que mira a España, que habla de España, que aconseja España, que fotografía España, que querrá volver a España.
 
            Y aquí, sin embargo, una serie de inquisidores revestidos con el hábito del sumo sacerdote para rasgárselo ostentosamente, a ninguno de los cuales por cierto oí abrir el pico cuando de Michelle Obama se trató, haciéndose los pacatos con las depauperadas arcas españolas, tan pacatos y celosos como ajenos al tema cuando de las suculentas subvenciones que les caen a ellos hablamos.
 
            Una cosa sí es cierta: si esto es todo lo que se les ocurre a los activistas anticristianos de todo pelo, entre los cuales, por cierto, no pocos con apellido “cristiano”, (¡hay que “jo...rse”!), mucho me temo que no tengan otra cosa que decir, y que nunca será de tanta aplicación aquello que atribuyen al genial Alonso de Quijada, bastante menos loco de lo que acostumbra a decirse: “¡Ladran, Sancho, luego cabalgamos!”
 
 

 
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