Un poema no es fácil de escribir, lo parece, pero no lo es. Miras a tu alrededor o de tu interior llega una cierta inspiración, una emoción o pensamiento, que te conmueve e impele a buscar palabras que digan o expresen lo que verdaderamente ha ocurrido u ocurrió. Palabras y un cierto ritmo, esa medida del alma, ese compás. Quieres dejar constancia de esa mirada, del amor que es toda belleza. Es una manera, pues eso, de amar, de indagar en la transparencia de la luz o en la luz de la noche. Escribes y escribes, mides, cifras tu dolor o un poco de felicidad. Caes en el detalle, en la minucia, te das cuenta del milagro que es la vida. Y tu anhelo crece, insatisfecho siempre. La vida es algo más. Las palabras son algo más. En lo más corriente arrecia el pasmo, esa sensación de que la poesía está justo ahí, en ti, en ella, en todo, dentro. Y vas tanteando las palabras y su nostalgia de fuego o de armonía. Un poema parece fácil, pero no es nada fácil acertar con la maravilla, con la enjundia de las cosas. Somos hombres y somos almas. Y el alma sensible percibe que algo pasa, que en una rosa amarilla o en ese chopo o en esas piernas o en esa colcha o en esa claridad del cielo o en esas olas hay un mensaje, una trascendencia, una sorpresa. La poesía es el idioma con el que Dios nos habla, es la memoria del Paraíso, es la esperanza. Es así, aunque lo nieguen tantos. Es así, porque no puede ser de otra manera. El poema no deja de ser plegaria, palabras y miradas, esa liturgia excelsa y minuciosa de la existencia que vivimos, del existir en el que amamos