El viaje se organizó con tiempo suficiente. La familia Gregori deseaba ir, pero con los niños pequeños no tuvieron fuerzas de emprender el viaje. No eran años de comodidades, menos aún por cuanto eran años de guerra. Los balcanes habían entrado en un conflicto desgarrador de violencias inusitadas que conmocionaron al mundo. Cualquier viaje a Medjugorje, en aquellos años, parecía una locura. Pero Don Pablo Martín no se achantaba, que no en vano un manchego en campiña romana ya era cosa de suyo meritoria. Y allá marchó, a Medjugorje.


La idea era clara, debía volver con una talla de la Madonna de Medjugorje para la familia Gregori, y no una talla cualquiera, lo suficientemente cómoda para el viaje de vuelta, y lo suficientemente grande para que los Gregori la pusieran en el jardín de entrada a su casa.


Y cumplió la palabra. La Madonna de Medjugorje tomó asiento en el jardín romano de la familia Gregori
. Fabio, como buen manitas, se esmeró en que la Virgen tuviera digna acogida en su casa. Hornacina de piedra, al estilo de la gruta de Lourdes, y un lugar preponderante en el jardín. Podría parecer cosa menor, pero tenía doble valor para una zona industrial, y unos de los territorios más comunistas de Italia. Porque entonces, en aquellos años, su jardín era una extensión más cuidada que lindaba con la carretera, sin valla ni muro que diera intimidad. Luego, la hornacina de la Madonna más que privada era visible por cualquiera.


La barriada de Pantano no era más que una dispersión de casas bajas a las afueras de Civitavecchia. Al menos tenían su parroquia, humilde, pero digna. Realmente decir que es una barriada a las afueras de Civitavecchia puede dar lugar a engaño. No es un barrio al estilo industrial, sino como un pueblecito de casas unifamiliares, humildes, dispersas. Todo pequeño, y la localidad de pocos habitantes. Civitavecchia queda alejada colina abajo, a los pies del Mediterraneo. Pantano, en cambio, dista de la ciudad lo suficiente como para gozar de relativa tranquilidad. Y Roma a unos 65 kilómetros.


Cuando a don Pablo se le encarga la parroquia de Pantano, de la comunista Civitavecchia, encuentra el apoyo de unas familias de profunda fe y piedad. Los Gregori son de esos. No podía negarles, por tanto, ese pequeño de detalle de traerles una Madonna de Medjugorje. Y los Gregori, por su profunda fe y piedad, lo supieron agradecer y festejar. Y así la Señora tomó posesión de su hornacina con una procesión con cura a la cabeza. Todo un detalle no distando la iglesia parroquial más de 500 metros. Pero la entrada de quien había de ser reconocida de modo especial, por desconcertante previsión de lo Alto, de modo especial había de tomar asiento en su hornacina.


No hizo falta mucho tiempo para que el Cielo conmocionara tan comunista región. Porque un 2 de febrero de 1995, no habían pasado ni 6 meses desde que tomara asiento en el jardín de los Gregori la Madonna de Medjugorje, Jessica Gregori -la hija mayor del matrimonio Gregori, por entonces una inocente niña de 4 años- asustó a su padre con unos gritos inusitados.


-¡Papa, Papá, la Madonnina sangra!- Y el padre, agobiado por las prisas, tras haber abandonado la iglesia antes de que empezara la Santa Misa para cambiar el pañal del pequeño, y deseoso de llegar a tiempo a la Misa, ante los gritos de su hija salió de la casa al jardincito presintiendo alguna trastada de la pequeña.


- Papá, ¡es todo sangre!- Concluyó, para más agobio, la pequeña.


Y el padre que llega a la niña, la mira y remira, manos, dedos, pies, tórax... en busca de una herida que justifique la sangre del dedo y los gritos de la niña.


- Papá, no soy yo, es la Madonnina.- Y es decirlo, mirar a la estatuilla de Medjugorje, y verla el rostro bañado de lágrimas, de lágrimas de sangre.


Aquel 2 de febrero de 1995 nuestra Señora tuvo un movimiento desconcertante. Le dio de nuevo por aparecerse, por llamar la atención, y no encontró mejor lugar que una talla de Medjugorje.


Si a la Virgen no le gusta Medjugorje, qué bien lo disimula.
 


 
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